Después de relatar cómo nacieron la zarzuela y el teatro musical escénico en nuestro país, con precursores tan notables como Calderón o Lope, no podemos dejar de apuntar las escuelas de los distintos enclaves hispánicos en América, África y Oceanía que tantas obras han añadido al historial dramático y órfico de los últimos siglos.
Porque en Cuba, México y Venezuela, por no nombrar a La Argentina, Chile y el Uruguay, se lanzaron producciones en teatros y tablados que mantuvieron (y mantienen) la herencia hispana de un estilo que sin chocar ni parecerse a la ópera o las demás variantes europeas, nos han dejado creaciones insignes que nada tienen que envidiar a los mejores resultados de los autores dieciochescos, novecentistas o nacionalistas que podamos reconocer en dispersos y escasos montajes de lo que fueron éxitos populares en su momento.
Cuando los nacionalismos de los rusos, franceses, germánicos y austríacos dejaron su impronta en producciones como las de Godunov, Tchaikovsky, Rimsky o Prokofiev, para asombro de las dedicatorias de los mismos al territorio peninsular ibérico, Falla, Albéniz, Arriaga y Arrieta hacían lo propio con las telúricas melodías vascas, catalanas, gallegas, cántabras, asturianas o andaluzas.
Nadie escapa a la emoción y la belleza del “Capricho Español”, “Sherezade”, “Las Golondrinas”, “La Vida Breve”, “Terra Baixa” o “El Caserío”. Por no hablar de los ballets de “El Amor Brujo”, el “Sombrero de Tres Picos” o “Maruxa”. Los mismos autores, músicos extraordinarios, producían “Doña Francisquita”, “La Parranda”, “El Gato Montés”, o los pasodobles inmortales como “Suspiros de España” o “El Càntic del Poble Valencià”, que se transformó en el himno de la actual comunidad autónoma. Todas ellas son obras exquisitas que deben formar parte del Patrimonio Universal de este conjunto de tierras que llamamos España.
Pero permitidme, amigas y amigos, que destaque, entre los extranjeros, a los Strauss, que entre otras formidables aportaciones nos dieron “La Viuda Alegre” y “El Murciélago”. Forman parte de nuestra mismísima forma de vivir. En España se estrenaron, en los mismos años, magníficas revistas, más o menos afortunadas entre las que “La Gran Vía” y “La Corte de Faraón” tienen que relucir como el oro entre el que se crearon. Además de su música maravillosa y sus libretos catetos pero divertidísimos, no han dejado jamás de estar de moda los picarescos, pornográficos y equívocos números en los que el tiempo parece no haber pasado y semejan ser tan modernos como nosotras y nosotros.
Ahora que tan de moda están los musicales basados en cualquier obra o película de la historia, cuando tantas filas se agolpan en los teatros y plateas del territorio nacional y autonómico, no puedo imaginarme momentos más gloriosos que la “Canción Babilónica”, el “Casto José”, “Pobre Chica”, “Caballero de Gracia” o el inolvidable “Garrotín” de los faraones. Franco lo prohibió porque imaginaba que “Maldita la Saeta… y a dónde a darle fue…” se refería a sus propias heridas de guerra. Pero la revista se había estrenado veinte años antes de la Guerra Civil y no tenía nada que ver con la historia del General y Dictador. Pero todo el mundo goza “cuando te miro el cogote/ y el nacimiento del pelo/ se me sube y se me baja/ la sangre por todo el cuerpo”.
¿Qué te quieres apostar? ¿A que tengo yo una cosa que no tiene Putifar?