La sirena fatí­dica

síguenos en redes:
Puertollano Magazine

Ecoembes

09Agosto 2019
La sirena fatí­dica
Un relato de Benjamín Hernández Caballero que se escribió en 1984 y que ganó el primer premio del Concurso Ciudad de Puertollano de cuentos cortos de aquel año. Cuando me dieron la noticia, yo estaba revestido con los ropajes de Melchor, Rey Mago de aquel fin de la Navidad en el que ni la nieve, el granizo o el viento, pudieron desplazar la cabalgata, como me dijo mi amigo Eduardo Egido, reciente mantenedor de tan mágico momento, “los niños no lo entenderían”.

Mi amiga extraordinaria Ana María Molina, junto con algunas de las mejores cabezas literarias de la población industrial, también se sorprendieron cuando abrieron la plica y resultó que “El Niño”, era el autor de una narración que muchas personas tacharon de heredera de García Márquez. A mí me sentó tan bien que no he renunciado todavía a declararme discípulo y seguidor de “Gabo”, a cuyo espíritu literario me sigo encomendando.

Alfonso González Calero y todos nuestros correlativos, saben que les sigo queriendo y que aquella “sorpresa” me sigue llenando de un orgullo (probablemente innecesario e inoportuno) que reivindico como el final de una adolescencia en la que mi deseo de escribir se vio sorprendido por una alegría que mi padre convirtió en “matanza”. Eso sí, la patatera y los chorizos, me sirvieron para confraternizar con coroneles y generales de la Capitanía de Valencia, en cuyo claustro monumental fui capaz de conectar con el espíritu majestuoso de San Vicente Ferrer, cuyo convento habité durante más de un año.

Aquel primer premio de narrativa estaba aparejado con que la historia fuese inédita. Se publicó, con múltiples erratas, en uno de los primeros números de la revista “Estaribel”, y Víctor Barba, fantástico pintor y dibujante, me hizo las ilustraciones. Es lo que mejor puedo salvar de semejante edición hecha a toda prisa, pero que publicaron también revistas literarias de México, Argentina y Colombia.

A Borges y a Delibes les gustaron muchísimo, o eso me contaron en cartas que se han perdido o duermen en los archivos municipales. Mi conciencia de escritor adolescente se llenó de oportunidades que puedo, lo sé, haber malgastado a lo largo de los siguientes treinta y cinco años.

Como siempre, después de tanto tiempo, tengo que asfixiar los deseos de corregir expresiones, frases y situaciones, además de la propia sintaxis del siglo pasado, para no corromper la forma en que servidor escribía cuando acababa de dejar el instituto “Dámaso Alonso”, al que tanto le debo. Sin embargo sí que he corregido cosas leves, que no alteran en ningún caso el discurso narrativo del cuento. Espero que les guste.
Todos sabían que aquel día estaba precedido de malos augurios pero nadie se atrevía a decirlo. El alba estuvo teñida de nefastos colores rojos. Toda la noche había sido un continuo cacarear de gallos. “Parecía que todos eran capones” exclamaría Bernarda “La Gitana” al amanecer.

Eladio Tamaral “El Berzas” recorrió como de costumbre el camino hacia Asdrúbal. Atajó por las eras que daban frente a su casa en el barrio de San Esteban, se pinchó dos veces en la canilla con las pajas secas, tropezó dos veces con las piedras de los surcos y se rascó dos veces los atributos. “El niño se acostó con nosotros en la cama y estaba como desasosegado”, me diría después de la desgracia.

Cuando alcanzó el camino de la mina, a unos cien metros del puente sobre el Ojailén, se encontró de cara con Quique Mozos, “el Niño”. “Era un muchacho taciturno, pero si le sabías llavar el pronto se podía alternar con él”, comentaría Valentín Somoza “el Chato, en el entierro.

            -Buenas.

            -Igualmente – saludó Quique. El muchacho tendría entonces dieciocho años y era algo y moreno como un junco.

            -Vaya mañana fea.

            - No parece muy alegre, ya ves.

El Ojailén hedía a muerto. Sin embargo, Miguel Muñoza “el Bizco” siempre recordó aquel día como de muy buena suerte. “Imagínate que había florecido una margarita en las baldosas de Santa Bárbara, y eso es muy buena señal”, me diría varios años más tarde. Pero Victoriano Muro “el Guerra”, jugó por la mañana en una rifa y perdió aun teniendo un número igual del derecho que del revés. “Si a mí no me toca un capicúa es que hacen mal el sorteo”, le contaría a mi madre el día de la desgracia.

Cuando torcieron la curva de la solanilla de “Madriles” y se toparon con Jesús Sánchez “el Mago”, ya se destacaban las torretas de la mina, como un caballo de acero negro, con los cables rechinantes de mal engrasados. “Sin duda era un día malo, figúrate que el río olía a río descompuesto y la noche anterior habíamos ido ancá la Genara y no nos dejó entrar”, nos contó apenado Dominguito Ortuño en el sepelio.

            -¿Cuándo te vas a la mili? –preguntó “el Mago” después de un rato de charla.

            -Todavía me queda – replicó Quique Mozos “el Niño”.

            -A ver, no te das cuenta de que aun es un niño – repuso Victoriano.

            -Pues ancá la Genara hay todavía un par de portuguesas aptas para niños.

Quique Mozos “el Niño” sonrió con sus ojos radiantes. “Ponía el alma en la risa” le dijo su madre a mi tía Anastasia Gómez veinte años después del suceso, cuando ya era una setentona gorda que apestaba a sudor.

            -No quieras coger una sífilis – comentó Eladio Tamaral – luego parece que se te deshacen los machos de pus.

            -Pues a mí me da lo mismo- sentenció el compañero.

            -Tú eres un viudo verde y si agarras la cagadera solo se la pegarás a otra puta.

La sirena cantó ronca a las seis de la mañana, cuando aun el sol no se atrevía a salir. Aun quedaban en Asdrúbal las banderolas y los farolillos de papel plegado que habían adornado durante tres noches la verbena minera del barrio. El segundo toque parecía un “canto de gallo maricón”. A Quique se le heló la sangre, se quedó como tonto, parándose en seco y sin respirar, según dijo cuatro días después Jesús Sánchez.

Cuando se atrevió a seguir andando, ya le voceaban seis mineros desde la jaula de metal negruzco. Se apretujaron como pudieron y bajaron despacio hacia la oscuridad de muerte de las galerías. “Primera Galería, Segunda Galería” los relejes rechinaban de terror y la mampostería de madera y acero de los túneles rezumaban un agua de olor acre y nauseabundo. Tercera Galería, los carriles de las vagonetas se iluminaron con destellos difusos al resplandor de las carburas, que ardían malamente en el aire enrarecido.

            -Si me pasa algo, decirle a mi madre que no quiero que me entierreen incompleto – la voz de “el Niño” sonaba a ecos de espectro.
Miguel Muñoza “el Bizco” se agarró con las dos manos al astil de madera de su pico.

            -¿Cómo se te ocurren esas gilipolleces, Niño?

Los ojos de Quique Mozos brillaban ahora más que nunca “y no era solo del reflejo de las carburas” contaría el Mago a tía Anastasia Gómez en el funeral. Todos los picadores recordaban sus palabras como un augurio. El mismo día, el canario de Quique apareció estrangulado entre los hierros de su jaula durada. El alpiste hervía de gusanos y el agua estaba verde como la bilis.

Cuando llegaron a la Cuarta Galería la jaula dio un frenazo en seco. “Y pensar que los laberintos de este hoyo son grandes como un pueblo”, decían los mineros.
“El Mago” tropezó con una de las traviesas de la vía de vagonetas. Ya estaba una tanda de mineros picando en el interior de la Galería. Las luces de las carburas estaban débiles como fuegos fatuos. “Aquél día esos chismes se obstinaban en apagarse”, recordó Alonso Vizcaíno en la iglesia.

Cuando se internaron en los túneles a sus puestos de picar había un olor como de butano, los gases anegaban la respiración. “El Terri parecía una chimenea” diría Lolita Cuevas mientras duró el velatorio de ocho días.

De pronto, la voz de Victoriano Muro “el Guerra!, se diluyó entre las viguetas, distorsionándose en cien ecos distintos.

            -¡Escape de grisú! ¡Escape de grisú!

De salto en salto las carburas iban apagándose, dispersas en la oscuridad, mientras la jaula ascendía más deprisa que nunca, chirriando como una bicicleta oxidada. Pero la carbura de Agustín Minuesa “Mataguarras” no consentía en extinguir su llama. Sopló veinte veces con todas sus fuerzas, mientras corría hacia el ascensor de la salvación. Incluso escupió en varias ocasiones sin lograr que la lumbre dejara de combustir. Voló como un fantasma para alejarse del peligro, con la luz rebelde entre las manos. Cuando ya doblaba la galería de la derecha y las sombras de los demás mineros se alejaban por la abertura de la galería principal, se atrevió a poner los dedos como pinzas en el chorro del tungsteno incandescente, pero se quemó y no lograba nada. Al cabo de un rato se juntó con Luis Gosálvez “el Tarta”, que taponó con la palma el quemador del aparato, pero la llama obstinada le atravesó entre las líneas del amor y de la vida dejándole marcado para siempre. “El Tarta” aulló de dolor.

            -¡Apaga el maldito carburo! – gritó Robustiano Domínguez entre sofocos de muerte.

El silbido del grisú alcanzó a los que corrían en busca de la vida. El gas se prendió, quemándose como el propano. La llamarada fue tan potente que fundió una de las barras de acero que sostenían el entarimado. Todo el techo se desprendió dejando al descubierto una veta de carbón de la anchura de una persona. Las lascas de hulla y de piedra cayeron en alud, cerrando la entrada entre la galería de la izquierda y el callejón hacia la entrada principal. Quique Mozos “el Niño” se cayó hacia atrás, pero Robustiano Domínguez se quedó atrapado de piernas entre el caos de roca y de carbón.

“El Niño” se desvivió para intentar rescatar los miembros de su compañero pero comprobó horrorizado que Robus estaba en la inconsciencia que precede a la muerte. Una de sus piernas era un muñón por el que escapaba la sangre a chorros y supo que no podía hacer nada.

            -Vamos a poner un barreno, iros para la galería de la izquierda – gritaron desde el otro lado.

Quique se dirigió hacia donde le advertían, pero se dio cuenta de que esa entrada también estaba tapiada por los escombros. Afuera la sirena contaba, con su tono de agonía, los pormenores de la desdicha. La detonación fue monstruosa. Las piedras de la muerte se proyectaron con fuerza, dejando descubierta la entrada al túnel lateral que ya se había convertido en una tumba doble.

Quique Mozos “el Niño estaba caído de espaldas, con actitud de crucificado. Un brazo había desaparecido a la altura del hombro y los ojos estaban brillantes como siempre. De la frente, taladrada por un guijarro, descendía un manantial pequeño pero fluido de una sangre roja y aromática. Cuando le llevaron a su casa, Antonia Cabañero estaba pálida y vestida de negro. “Me había puesto de luto por la mañana porque parecía que me anunciaban algo”, comentaría más tarde con mi tía Anastasia Gómez, su comadre de siempre. El grito desgarrador que lanzó al contemplar los restos de su hijo solo era comparable al de una perra en celo. Se abrazó al cadáver con expresión de impotencia, pero no consintió en que le enterraran tan pronto.
El velatorio duró ocho días, el tiempo que tardaron en encontrar la mano desgajada de Quique. Durante este tiempo. El cadáver ni se descompuso ni olió a muerto, manteniéndose fresco como una rosa en agua. “Y eso que estábamos en verano y de los de calor” me diría mi tía Anastasia.

El lunes siguiente apareció el miembro perdido. Había salido volando después que un pedrusco afilado lo amputara del resto del cuerpo. Se deslizó en un vuelo lento entre las piedras que cubrían la entrada de la galería secundaria, atravesó despacio todo este túnel, dio la vuelta con precisión en todos los recovecos y esquinas y se cayó en un hoyo respiradero.

Nada más colocar el brazo en el ataúd y disimularlo con el sudario, el cuerpo inánime se diluyó en mil estallidos de descomposición. Del rostro comenzó a sudar un líquido verdoso que fue aumentando en cantidad como una fuente. Poco a poco se empezó a desfigurar, transformándose en un ser horrible, indigno de ser contemplado. Le taparon con más sábanas pero éstas se empapaban por segundos. Sólo los ojos seguían brillando como amparados por un encantamiento. “Parecía que no querían cerrarse” me diría Pedro Yergas, tristísimo, cuando por fin le enterramos.

Cerraron enseguida el ataúd porque el olor era insoportable. Antonia Cabañero consintió en que prepararan la ceremonia obituaria. Al cargar la caja de madera de pino disimulada como caoba, los hombres que la portaban a hombros se tuvieron que resguardar con trapos y bayetas, porque el proceso de descomposición se había acelerado y el féretro rezumaba porquería por todas sus junturas.

El funeral se celebró en la parroquia de santa Bárbara y se lanzaron más cohetes que el cuatro de diciembre. Hasta tal punto fue impresionante la continua explosión de pólvora que en el puticlub creyeron que se casaba algún minero. La Genara me explicó muchas cosas después.

            -Yo había estado asustada la mañana del suceso, pero para una semana después creía que le habían enterrado y que aquella tarde había  entristecida meses después, cuando la visité para enterarme del porqué de su negativa a abrirles a los habituales.

            -La noche de la víspera había tenido un mal sueño. Me había visto sentada en la glorieta de don Emilio Porras con la madre llena de garrapatas. Como por la tarde no hubo mucho movimiento (“parecía Cuaresma” decía Teresita Álvarez, una de las internas) me acosté temprano y me tuve que despertar, sobresaltada, a la una de la mañana. Les dije a las niñas que descansaran y que no abrieran la puerta. Cuando miré en la alacena para tomar algo, me encontré toda la comida picada de la moscarda.

El funeral estuvo intranquilo, porque todo el mundo estaba cansado del velatorio tan largo y porque la iglesia olía a diarrea nocturna. “Allí teníamos el mismo olor que el río la mañana de marras”, me contó a los diez años Eladio Tamaral “el Berzas”. El cura aceleraba los responsos mientras se tapaba imperceptiblemente la nariz con el dedo índice.

En el cementerio había tanta gente que el patio de Santa María hervía como una colmena. Cuando el féretro fue introducido en el nicho, produjo un chirrido tan siniestro que a mi tía Anastasia Gómez se le marchó la cabeza y casi se desmaya. La gente fue dando un pésame de cansancio y se fue disolviendo en su camino hacia al pueblo. El aire estaba pestilente a fósforo y a carne rancia y el calor era insoportable. De vuelta a casa pudimos contemplar como la margarita florecida entre las baldosas de los escalones de la parroquia se marchitaba deprisa, como una imagen ficticia.

Solo muchos años después, antes de que Antonia Cabañero abandonase el mundo de los vivos, durante una visita de cumplido que mi familia le hizo y a la que asistí, la madre de Quique Mozos “el Niño” me contó por qué se puso de luto desde las cinco de la mañana.

            -Me levanté a eso de las cuatro porque oí un ruido extraño. Salí al patio por si erra un pájaro herido, pero solo vi que el sol  traía colores de agonía. Los gallos tiritaban y cacareaban como hembras. En la puerta de enfrente me saludo Bernarda Tabernal, la de “los Gitanos”, preguntándome si todos los pollos se habían amariconado. Yo me reí aunque un frío de muerte me sacudió la coronilla. Al pasar de nuevo a la casa, volví a escuchar ese ruido como una queja. Me fui para donde la alcoba de mi hijo y le encontré llorando, agarrándose a los hierros de la cama como un recién nacido y con las sábanas cagadas.
Imagen: World Press
Comparte esta publicación


 
Política de Cookies
Utilizamos cookies propias para el correcto funcionamiento del sitio web, y de terceros para realizar el análisis de la navegación de los usuarios. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso. Puedes cambiar la configuración u obtener más información aquí. Aceptar