La luna de los Difuntos

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Ecoembes

30Octubre 2022
La luna de los Difuntos
Haremos un intento de Memoria. Intentaremos conducir a todas las almas que se extinguieron a lo largo de las décadas hacia un destino en el que nos amparen a nosotros, a quienes ahora hacemos rituales para recordarlos de una u otra manera. Salud para los vivos y paz para los difuntos.
La luna está en cuarto creciente y un cerco de estrellas latirá como un corazón inmenso en la noche despejada. Al mismo tiempo, mientras los anglosajones y sus descendientes celebran un Halloween ya internacional, otras culturas también recordaremos las gachas dulces que se untan en las puertas de los tacaños y las castañas asadas que se mezclan con mazapán y yemas confitadas para disimular el respeto, y a veces el temor, a los difuntos. Celebramos Todos los Santos con luminarias en las que hacer honor y reverencia a nuestras antepasadas y la genealogía en la que hacemos reposar la estirpe que hemos heredado.

Detrás de nuestra historia, el culto a los ancestros es permanente y vivo. Incluso los más descreídos de congéneres y razas más o menos olvidadas, subsiste el convencimiento de que, si somos lo que somos, es porque antes de nuestra vida han existido generaciones que hemos sepultado bajo tierras y monumentos que nos hacen comprender, más o menos, lo que somos.

Aunque las Iglesias y los cultos precedentes han intentado separar la devoción a nuestras muertas y muertos de aquellos que consideramos venerables, el cómputo general de los que existen hace sagrados a todos los que nos precedieron en la vida y en la Muerte. Los católicos han distinguido siempre entre el Primero de Noviembre, dedicado a los más dignos entre los difuntos, y el 2 del mismo mes, que se proclama como fecha señalada para honrar tumbas y memoria del Panteón Familiar. Sin embargo, cuando encendemos luminarias para ese animismo ancestral, no somos capaces de diferenciar a los que las instituciones señalan como intermediarios e intermediarias de la Divinidad, de los que nos tocan en el acerbo genético de nuestra propia cadena de ADN. Para nosotras y nosotros, los antepasados son santos como los que señalan las jerarquías sacerdotales.

Hace más de diez mil años (¿quién sabe?) en los cerros de Santa Ana y San Sebastián, en el camino del Castillejo de El Villar, en el Puerto de Mestanza y en las serpenteantes orillas del Tirteafuera, hubo sociedades perdidas en el olvido que homenajeaban a los héroes caídos en túmulos, motillas y enterramientos que seguían los ejemplos llegados desde un millón de años atrás. Habían encontrado piedras posiblemente talladas por los rayos y armas de sílex y de magia que los mismos chamanes no podían explicar. Grabados y pinturas de no sabemos qué origen siguen prestando el juramento con el que no renunciar a su propia historia, seguramente apenas entendida.

Cuando las estaciones cambiaban, los astros describían sus órbitas poco inteligibles o las lluvias borraban los caminos, nuestros tatarabuelos acudían al auxilio de sus propios tatarabuelos, con los que compartir sus miedos y el propósito de enmienda.  Seguramente enseñaban a los niños mediante cuentos terroríficos y leyendas tremendas lo que podían hacer los dioses y los finados si no se portaban bien. De aquellas realidades imaginadas nos han llegado avisos, a través de relatos siniestros, de lo que les ocurre a los infantes que no siguen las normas o se adentran en bosques y montañas que son tan sagradas como impenetrables. Las moralejas de Caperucitas y Lobos no terminaban tan bien como cuando los hermanos Grimm o Perrault las volvieron a narrar en imprentas de hace relativamente pocos años.

A través de los siglos, hayan pasado por nuestra geografía antiguos celtas, íberos silvestres, romanos, visigodos o moros, sigue latiendo el convencimiento inalterable de la necesidad que tienen los pretéritos, de que les encendamos luminarias o pronunciemos sus nombres para que el olvido no se haga dueño de su propio destierro. Si siguen con nosotras, si permanecen con nosotros, se convierten en talismanes con los que rebatir las fuerzas oscuras que amenazan el futuro anhelado.

Debajo de las tuberías y los aparatos que destilan el petróleo, hay un camposanto magnífico de una cultura que intuimos muy poco. En algunos lugares que rodean las montañas que convierten nuestro Puerto en Llano, siguen descansando los huesos de personas ancestrales. Incluso en el paso aplanado en el que erigimos la ermita (hoy Parroquia) de la Virgen de Gracia, están sepultos los restos de los que mató la Peste Negra del siglo XIV, de la que viene nuestra propia certeza en la Salvación de unos cuantos.

Por eso, este 31 de octubre, con una Luna Azul enfrentada con un gigante Marte Rojo, en la que ya no se piden castañas, nuégados y trigo tostado de puerta en puerta, tenemos una cita con los muertos. Cuando creemos que los disfraces y los sustos nos han llegado de allende los mares, seguiremos iluminando los rincones de nuestros hogares con velas, lamparillas, mariposas y candiles. Por eso seguimos pagando, la mayoría de los españoles, el seguro de nuestros, esperemos lejanos todavía, entierros y funerales.
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