Cuando la literatura se hace grande, los mortales y los lectores, que venimos a ser lo mismo, nos tenemos que callar. Hace años, no sé cuántos, supe por Miguel Ángel Lillo del Hoyo que preparaba una sorpresa. Me dio más o menos pistas para que averigüase lo que pretendía, pero las historias negras tienen siempre bastantes desviaciones de su esencia como para escaparse de nuestro conocimiento y nuestra posible confesión. Los detectives son así y sus recovecos y distancias se obstinan en confundirnos para que la razón se pierda en certidumbres inexplicablemente definitivas.
Lo que ahora relato sucedió un jueves cualquiera de junio, mientras la climatología se empeñaba en sepultar cualquier historia bajo los 40 grados del tiempo. Lo anunciaban, amparándose en la sombra, meteorólogos y locutores faltos de otras noticias, diciendo que teníamos que hidratarnos.
Cuando llegué al “Cristina García Rodero”, un museo que conjura con excelentes fotos los anales del corazón del mundo, tuve que contemplar como mis propios pulmones no eran capaces de aceptar el aire acondicionado híper frígido con los restos de pólenes y polvos que nunca he echado, pero me han provocado asmas, toses y mocos hasta tener que abandonar el antro museístico.
Llegué y estaban Maxi, la alcaldesa, el editor y el propio dueño de aquella Zona en la que tuvimos que experimentar deseos y concesiones que ahora negaríamos. No pude saber qué es lo que estaban diciendo porque los más inefables amigos me invitaron a irme.
Así, no puedo contar de qué iba o va esta novela policíaca que intenta denunciar los abusos de quienes se sienten más fuertes que los que no lo son, con la debilidad insospechada de las mujeres que quieren ser libres en contra de la mezquina iniquidad de los varones. Además, el “Orgullo Gay”, con todas y todos sus cómplices, se enseñoreaba por las redes sociales con una bandera que recoge todos los colores del arco iris.
