Calatravas y Calatravos

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Puertollano Magazine

Ecoembes

03Agosto 2019
Calatravas y Calatravos
Un relato de Benjamín Hernández Caballero, a finales de julio y primeros de agosto de 2019, dedicado a toda mi familia. Especialmente al hijo y a las hijas de mi tía Casimira, que abandonó este mundo con poca conciencia pero con el amor de sus dos hermanas y dos hermanos y con algunas inexplicables ausencias que ahora no quiero recordar. Que la tierra te sea leve y el cielo generoso, tita.
I

Genética


Echando la cuenta de mis raíces, hundidas hasta la más remota de las memorias en el tiempo, resulta que puedo presumir de ser Calatravo por todos los costados de mi Ser. Podría parecer una estupidez, ya que eso no significa nobleza ni caballería, aunque me llamo Caballero, que es un apellido que se concedió a unos Chevalier de París que vinieron a la Mancha en el siglo XVI. Este conombre, convenientemente castellanizado para que sus propietarios no fuesen lapidados en las múltiples guerras con la Galia, se encuentra en Puertollano, Argamasilla de Calatrava, Aldea del Rey, Calzada de Calatrava y Valdepeñas desde aquellos años remotos. Con toda su pobreza miserable y gentil, bien lo saben las generaciones, siguen siendo pobladores u oriundos de la Orden de Caballería heredada por los Reyes Católicos, tras centurias en las que fueron patrimonio de nobles con Derecho de Pernada.

Soy Benjamín Hernández Caballero y mi linaje, siempre poco dado a la terratenencia o privilegios similares, viene desde donde las partidas de bautismo se recuerdan o han permanecido escritas en legajos casi ilegibles de parroquias y ayuntamientos. Siempre recordaré, por mil años que pasen, las conversaciones de mi abuelo Dionisio con mi abuela Guillermina, que ahora mismo estarían removiéndose en sus tumbas por darles otro nombre que el de padres. Desde que aprendí a hablar, que fue muy pronto, los apelativos de Papa Isio y Mama Emma fueron obligatorios para mis balbuceos. Todos mis hermanos y algunos de mis primos heredaron esta nomenclatura para siempre.

Porque mis progenitores se llaman (bueno, mi padre “se llamaba”) Bernardo Hernández Calzado, alias Nerón, Nito o el Zapatero, fallecido en 2001 por contrariar a médicos y amistades y seguir fumando hasta dos horas antes de que le sedaran para los restos. Mi madre es la Señora Doña María Caballero Gigante, que me ha enseñado a ser carnavalero, simpático y amable con la familia. Tanto es así que muchos parientes lejanos hasta el quinto o sexto grado, nos seguimos diciendo primos sin tener, propiamente, que serlo.
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II

La llegada a Puertollano

Mi padre nació en Malagón a causa de la guerra, pero se vino a una ciudad represaliada sin piedad pero abundante en pizarras bituminosas en medio del aislacionismo mundial, con menos de nueve meses. Por eso siempre decía que era de puertollanero y no se cabreaba con Antonio Gala por afirmar que era de Córdoba a pesar de ver la luz en Brazatortas. Era el único. Comprendía que sus raíces, desde que abrió los ojos a la vida, eran las de un niño que creció en la calle Castelar, esquina con San Gregorio, y que no podía recordar las calles del poblachón malagonero nada más que en aquello que le contase su familia.

Con mi abuela Guillermina Calzado Bautista, hembra de pro y de belleza extraordinaria, se vinieron sus hermanos pequeños, María Dolores, mi tita Lola, y Bernardino, al que todos llamaron Bernardo, en cuyo honor creyeron haberle puesto a mi padre su nombre que nadie utilizó jamás. También se vino Dionisio Manuel Hernández Ruiz, el “Saldista”, uno de los hermanos que dedicó su madre, mi bisabuela, “mama Andrea”, al “Dulcísimo Nombre del Señor”. Los seis hijos e hijas que tuvieron se llamaron Manueles y Manuelas por evitar que siguieran ocurriendo los otros seis abortos, nacimientos prematuros, muertos al nacer o a los pocos días que tuvo que llorar.

En una posguerra interminable y llena de dolor y controversia, mi tita Manolita Hernández, la mujer más hermosa de la época republicana en Puertollano, asistió sin poder creerlo, al asesinato de su novio Luisito Porras, de apenas dieciocho años, que era el más guapo de la familia y que pereció, como todos en la guerra, por el exceso de rencor y de venganza que sumió a España en el terror. Porque en el otro lado, sin ninguna vergüenza, se cometieron esos mismos pecados sin razón que pudiera sostenerlos. Mi abuela, sin embargo, enrazada con los homónimos rojos de Bolaños, Almagro y Malagón, tuvo que someterse a todo tipo de atrocidades para salvar a su familia de los paredones nacionales o suavizar el fin de cuñadas y cuñados con poca o ninguna culpa. Su incalculable belleza le sirvió de pasaporte y cartilla en estas cuentas y sus correspondientes saldos asquerosos.

Conoció a Dioni, como siempre le llamó, poco después de que se cegaran las trincheras y se enamoró de él hasta el último día. Criaron a su hijo, “El Niño”, su apelativo eterno, con unas cuantas dosis de mimos y ansiedad que, según dicen los conductistas, le hicieron como fue. En el 63 se casó con “La Niña”, mi madre, que también seguiría para los restos llamándose así, y empezaron a criar nenes y nenas con los que combatir el futuro y la propagación genética de tanta esencia como la que nos sigue formando.

Antes de aquella boda, celebrada en el Salón de Mugas, al principio de la calle en la que todos vivían, tuvieron que seguir sufriendo la tragedia. Mi tío Bernardino, con dieciocho años apenas cumplidos, fue asesinado de dos tiros en Ciudad Real. Al parecer, un vencedor de la contienda que se entendía con cualquier fulana culiparda, se sintió celoso de la relación que el muchacho, hermoso de verdad, mantenía con su ramera hasta la incandescencia. Encima el joven se jactaba de ello con compañeros de trabajo, de minas y de esquila, hasta que el jerifalte provinciano, borracho como tenía que ser, le descargó dos balas de un revólver en la estación de la capital provincial. Más o menos al mismo tiempo, en las vías de Almagro, trasegando productos de estraperlo al abrigo de la madrugada malsana de aquellos tiempos atroces, a mi tío Tomás le atropelló un convoy de los años cincuenta para dejar huérfanos a seis hijos que han sido mis tíos y mis tías hasta que la muerte les reunió con sus ancestros. Sus hijos, a pesar de ser familiares de segundo grado, siguen siendo para mí como cercanos y auténticos. Tanta desesperación, tanto odio y tanto abuso perverso para saciar la concupiscencia de los victoriosos, dejó, por lo menos, que todo se conjugase para que yo naciera.
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III

Paisanos de San Fernando

Por parte de mi padre soy oriundo de Bolaños de Calatrava y de Almagro. Mi bisabuelo Fermín Calzado Rubio, “el Quemao”, era primo de algunas de las eminencias escolásticas del pueblo, como su primo el arzobispo, su otro primo el prior de “San Antonio” en Madrid y algunas monjas cuyo pudor las sepultó en el olvido. También era pariente cercano de industriales como los fabricantes de las mejores berenjenas del mundo y tesoreros de la Indicación de Origen Protegida de esa verdura almagreña sin parangón en el mundo. Pero era pobre, el mayor de varios hermanos, huérfano y analfabeto, al que le buscaron las nupcias para librarle del servicio militar según renta que se hacía entonces en España.

El matrimonio, de absoluta conveniencia, entre iletrados que pasaban de cierta edad, se concertó con Ceferina Bautista Imedio, una “Chirra” de Almagro que compartía con su prometido pobreza, familiares ricos que pasaban de ella y la imposibilidad de hacer una boda mejor. Su padre, que se fue con ella a vivir a Bolaños para estar pendiente de la hija y de un hijo que ya estaba allí viviendo, se convirtió, con el paso de las estaciones, en “El Nazareno”, porque una procesión se iba mientras el refrescaba el gaznate con un vino excelente de la tierra y su mareo correspondiente. Como los hijos y las hijas heredan el mote en los pueblos manchegos, soy Chirro en Almagro, Quemao y Nazareno en Bolaños. Las cosas de los apodos son así.
De aquel matrimonio nacieron varios hijos: Tomás Fermín Ceferino, un chico listo al que el Servicio Militar destrozó en las guerras de Marruecos, María del Recuerdo Bernarda, al que mi bisabuelo llamaba su “muchacho”, porque trabajaba como un hombre en el campo, Agustina Francisca, buena como el pan y silenciosa como el viento del norte, Guillermina, a la que todos nombraban Guillerma, por un tío tuerto que no sé si llegaron a conocer, María de los Dolores y Bernardino, pequeños cuando el padre murió de carbunco.

El “Quemao” murió de un asunto que ahora es más conocido ahora como “ántrax” y que dejó inermes a todos sus retoños y a su viuda, cuando lo de la paga o la pensión eran conceptos de otro mundo. Mi abuela Guillermina, “mama Emma” no había cumplido los doce años, mi tita Lola, con cuatro menos, se acercaba a los siete. Bernardino tenía cuatro para cinco.

En medio de la catástrofe, entre siegas, vendimias y lavandería vecinal, mientras Recuerdo trabajaba en el campo y se hacía novia con un “Grajo” de Torralba de Calatrava, Jerónimo Lara. Lolita, de siete años y cuerpo aún más pequeño, se hacía niñera de los Catalinos, dueños de la almazara, ricos republicanos con algún parentesco. Apenas podía con Eloísa madre de una gran maestra a la que invitó a comer a casa recordando a la que la trajo al mundo, a la que profesaba un cariño cierto. Cuando hacía labores en el caserón de los potentados, el que luego fue don Isaías, le ayudaba a lavar la loza para que le hiciera de portera. Yo le conocí de cura veterano con el que se saludaron mis tíos al cabo de los siglos, con las mismas sonrisas con las que me habían contado sus historias.

Mi abuela explotó su belleza para poder pagar trampas que no eran las de su madre, a las que la llevaron sus hermanos y hermanas, recordando a duras penas lo que trabajó su marido muerto para que muchos de sus primos estudiasen, ya fuera para sacerdotes o para industriales.

Mama Emma nunca se arrepintió, que nosotros supiéramos, de lo que tuvo que penar para sacar adelante a los suyos, pero se hizo tan dura y tan rotunda que pocos de su familia podían soportarla. Para nosotros, sin embargo, fue el talud tras el que esconderse, el parapeto que nos tapaba el viento contrario y la humanidad enorme con la que protegernos, probablemente de nada significativo, pero que nos dio la seguridad que tanto seguimos echando de menos.

En la Guerra Civil, huyendo cada uno por su sitio, todo el mundo se desentendió de los otros, pero ella siguió luchando, poniendo su hermosura al servicio del régimen y así logró que su familia siempre estuviese a salvo. En julio del 38, con todo el horror desatado, trajo al mundo a su “Niño”, que me dejó en herencia el gusto por la vida y la taberna y a cinco hermanos que son parte consustancial de mi existencia.
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IV

Los Cristos y los Arrieros

Los Gigante llegaron a Calzada de Calatrava, posiblemente, en el siglo XIX. Como no eran insignes, pero sí muy guapos, pronto fueron populares entre las chicas medievales de tan entrañable población. Mi bisabuelo Ramón, al que he visto en una fotografía verdaderamente histórica, era un mozo apuesto y alto que no desmentía el tremendo apellido. Se casó con Antonia Mora, que a su lado tenía la estatura de una niña. Muchos años después, mi madre tuvo que convencer a mi padre, en el lecho de muerte de la abuelita, para que no la sacara del ataúd en brazos “como si fuera una muñeca”.

Mi bisabuela Antonia era de los “Morilla”, una familia relativamente bien relacionada en la geografía calzadeña de primeros de siglo. De hecho, una gran parte de tíos, tías, primas y primos, sin ser hacendados, tenían un patrimonio que habían, más o menos, robado a su familia. Como me pasa en todo lo del ADN, a mí me tocaron los más pobres. Y, además, con todos los escrúpulos del mundo. Pero fueron felices, Ramón y la Antoñita, que tuvieron dos hijas como dos soles, una de las cuales fue mi abuela María del Carmen y la otra María de la Paz, de la que mi tita Lola aseguraba que “era la mujer más buena del mundo”.

Ramón Gigante se murió bien joven y dejó a sus hijas con una fuerza enorme para trabajar y a una viuda también de pocos años que no tuvo reparos en poner una muralla ante la virtud de sus huérfanas y un carácter no siempre benévolo. Hartas de trabajar en el campo, también faltas de letras y de números, guapitas y pequeñas como su madre, se enamoraron de dos hermanos muy distintos.

Vicente Manuel Caballero Pérez era hijo del segundo matrimonio de su Padre, Juan de Dios Caballero Almodóvar, un arriero amigo del fruto de la vid, que se quedó viudo joven para casarse con una mujer de genio extraordinario, María de la Cabeza Pérez de la Cruz, que se quedó tuerta delante de mi abuelo y que no se hablaba con su propia familia, probablemente por ese casamiento.

Tuvieron esos dos hijos, Juan de Dios y Vicente Manuel, que al querer consumar en su noche de bodas, se puso malo al ver los pechos enormes y la belleza de su mujer, pueblerina y pura. Por eso tuvo que estar en cama una semana a causa de la fiebre.

Una vez esposos, con una niña a la que pusieron Casimira y una segunda que se llamó como su padre, mi abuelo se tuvo que ir al frente a luchar por los últimos vestigios de la República Española, cruzando el Ebro a nado y los Pirineos a caballo. El fue comunista hasta su muerte, pero nunca militó ni tuvo antecedentes que le señalaran en la venganza de después del conflicto. Sin embargo, tuvo que construir parte del Valle de los Caídos y fue indultado a duras penas para poder encontrarse con su mujer y su hijita. Después tuvieron a mi tío Vicente, a mi madre y a mi tío Ramón, el más pequeño y uno de los familiares a los que más tengo que querer, igual que a su descendencia.

Cuando termino este cuento estamos a punto de enterrar a la mayor de las hermanas de estos cinco retoños calzadeños, de “Cristos” y de “Arrieros”. Con mi primo Juan de Dios y sus hermanas, Pepi, Pilar y Mari, siento esta falta como propia. No podría ser de otra manera.
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V

La Cruz de Calatrava

Como la historia de mi vida daría para muchas novelas y para casi tantos cuentos como espero escribir, no voy a dilatarme más en explicar esto de que soy Calatravo por donde me miren, porque responde a un día que recuerdo a duras penas desde los siete u ocho años en que escuché las razones. Seguramente fue en mi cumpleaños, después de sentir cualquier discusión, charla o diatriba entre mis queridos y añorados ancestros. Sería, por lo tanto, en un precioso mes de junio del 73 o el 74, en aquellas reuniones y comidas que celebrábamos todos, incluyendo vecinas y vecinos que no podían faltar a tales citas.

No fue una pelea en su estricto sentido, me inclino por pensar en la memoria imperfecta de los últimos tiempos de la niñez, que estábamos riéndonos. En la radio o la tele, hablaban de las órdenes militares y cómo, en la provincia de Ciudad Real, el obispo prior, que me confirmaría unas fechas después, era el que tenía los poderes vicarios de tan insignes instituciones nobiliarias e históricas.

Papa Isio canturreaba, con lo bien que lo hacía, junto a mi abuelo Vicente. Sus puntos de vista de Falange y el exilio comunista, se olvidaban ante el flamenco y la simpatía primorosa de mi abuelo paterno. En un momento dado, un poco pillando de aquí y allá los conceptos que se contaban en las ondas, Mama Emma soltó con una carcajada que ella era calatraveña hasta la médula, como estaban diciendo no sé qué locutores. Mi abuelo, que era de Torreperogil, en la provincia de Jaén, le recordó que todo el “pie de la Sierra Cazorla” era de la misma identidad feudal que se marca con una cruz griega orlada de flores de lis en los extremos de sus brazos.

No sé si la señora Guillermina llegó a creérselo, pero yo lo he comprobado histórica y geográficamente. Por eso, al hacer recuento, soy Calatravo por la parte del Norte de Jaén, según los “saldistas” que vinieron de Segura y las Viñas, y también por Alhambra, cuna de los “gigantes”. Los “morillas” son de esta montaña que nace en Puertollano según Santa Ana y se extiende hasta los confines volcánicos de la provincia ciudadrealeña, adeptos de los Girones y de sus herederos, los reyes de España.

Si vuelvo el pensamiento hacia Almagro, recuerdo que en sus palacios residía el Gran Maestre de la Orden. En Bolaños nació, ni más ni menos, el propio Fernando III que fue santo, como su primo Luis de Francia, para evitar una guerra con Castilla.

Y como nací en el mejor sitio que puedan contar mujeres y hombres de ayer, hoy o mañana, la cruz de Calatrava se ha tatuado en mi pecho con el orgullo de pertenecer a una tierra cuyo símbolo no significa apenas nada, pero nos hace propios de un lugar al que querer y proteger con toda su historia, su naturaleza y sus gentes.

In Aeternam memoriam
Imagen: Wikipedia.
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