Y así tengo a Yumi, que siempre es agradable, definitiva y amplia; que sepulta su voluntad de hierro en la inconsistencia de Jesús, adorable e imperfecto, lejano a cualquier sombra del menor indicio de seguridad. Los caminos del Señor son inescrutables, imprevistos y breves, como los renglones de un cuaderno escrito por borrachos. Pero no me abandonan las señales de un curso en el que estoy matriculado desde los cinco años.
El 16 de julio es la Virgen del Carmen. Una fiesta que está inscrita en los miles de años que preceden a nuestra propia historia. Además, este verano atroz de 2019, hay un eclipse inscrito en esta misma noche. La sombra de la Tierra, indivisa de la del sol que nos da la vida, se proyectará, al menos en la mitad del cielo, sobre el satélite artificial que nos ha dado la vida y sigue gobernando las mareas.
Estamos esperando contemplar, como lo hemos hecho desde hace milenios, una luna cambiante en el inexorable plenilunio. Los mayas, los aztecas, los mismos griegos y romanos, eran capaces de admirarse ante el espectáculo pocas veces previsto, de una Luna propicia al mismo cambio de sexo, al propio subvertirse de la constante cósmica, a la misma razón de todos nuestros cambios hacia la Libertad.
La luna de la noche del 16 de julio se somete a las formas de un devenir astronómico tremendo, que proyecta la realidad del mundo sobre la superficie del mayor satélite que han creado los millones de milenios sobre la constante del Sistema Solar.
Un eclipse de luna y el corte de las calas (o de los lirios de agua en Catalunya) nos sigue mostrando el inmortal camino de lo que no tienemás cuestión en el planeta que las sombras que proyectan los astros en el cielo nocturno de un verano cualquiera.