EL CUENTO DE LA NAVIDAD

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23Diciembre 2019
EL CUENTO DE LA NAVIDAD
Una reflexión de Benjamín Hernández Caballero con los mejores deseos para las Fiestas y el Año Nuevo.
Charles Dickens, Mark Twain, Óscar Wilde y algunos autores del postromanticismo tardío y el realismo social del último cuarto del siglo XIX tomaron la Navidad como excusa o ambientación de sus obras. Bien con un afán económico (estas fiestas “venden”) bien para hacer crítica o moralina, eligieron  las celebraciones invernales y así presentaron algunas obras que han pasado a la posteridad. Siempre me acuerdo de dos relatos particularmente relacionados con mi infancia: “El príncipe feliz” de Wilde y “Un villancico navideño”, que todos conocemos como “Un Cuento de Navidad”.
 
En el primero, la estatua de un heredero real muerto se da cuenta desde su pedestal privilegiado, de que las cosas no son tan hermosas como las
había vivido en su palacio. Conoce la miseria y sufre por lo que antes había desconocido. Con la ayuda de una golondrina, intenta remediar lo que contempla. El pajarito, que iba a emigrar, se queda para ser la mensajera del protagonista, que va repartiendo el oro y las piedras preciosas que recubren la escultura entre los desheredados de la ciudad. Al final, la golondrina se muere de frío y la estatua, desprovista de lujos, es derribada como cualquier efigie de un dictador indeterminado.
 
En la segunda historia, el señor Scrooge es un avaro cascarrabias que detesta estas fiestas y que explota a sus empleados hasta un extremo verdaderamente deplorable. El espíritu de su socio difunto, que había sido tan repugnante como él, se le aparece en la Nochebuena, que él, por supuesto, no celebra, y le avisa de la próxima visita de tres fantasmas: el de las navidades pasadas, el de las navidades presentes y el de las navidades futuras. Al final, conmovido por lo que aprende de sí mismo y de los demás, además de por el tremendo miedo a condenarse, alivia las penurias económicas de su fiel empleado y termina celebrando la la Víspera Bendita con la humilde familia que incluye a un chiquillo discapacitado.
 
Cuando yo era niño, sufría notablemente al leer “El príncipe Feliz”. Ningún corazón sensible se ahorra una lágrima cuando lee la historia. Wilde sabe siempre como comprimirnos el pecho contando la verdad. Él mismo sufrió lo indecible. Y a los jóvenes no les gusta la verdad. Por eso, saber que detrás de los cuentos de hadas y de los príncipes más o menos dichosos, puede haber muerte, enfermedad, pobreza y humillación, no es demasiado comercial.
 
Por el contrario, el cuento de Dickens, especialista en la miseria, ofrece la salvación de un alma cruel como la de Scrooge y la posibilidad de que un rico se coma el pavo con los pobres. Es una narración hermosa, fantástica y fascinante que sirve para que los niños sepan que hay que celebrar las Fiestas del Nacimiento del presunto Redentor. Es mejor convencer a los poderosos para que ejerzan la caridad, que descubrir a los ciudadanos en general la injusticia de un sistema. Así se da a los potentados la posibilidad de redimirse, porque ya se sabe aquello del camello pasando por el ojo de una aguja, mientras se ahorra muchísimo en los presupuestos generales.
 
Además, esta literatura más o menos infantil, iba dirigida a los niños que sabían leer, que coincidían con aquellos que podrían ejercitar la limosna. También era la reacción de las personas normales contra el puritanismo que estuvo a punto durante más de doscientos años de acabar con estas celebraciones. Dudo que el octavo hijo de un minero galés tuviera la oportunidad de disfrutar los libros antes de morirse de meningitis o servir de comensal desfavorecido en la mesa de los afectos a cualquier tipo de movimiento nacional.
 
Cuando el espíritu del señor Scrooge me fue poseyendo y los fantasmas de la Navidad no me daban ni frío, le fui cogiendo el tranquillo a lo del príncipe de oropel que se desnuda para vestir a los que no tienen ropa. Pero mientras se han hecho docenas de versiones teatrales y cinematográficas del “Cuento de Navidad”, el infante y la golondrina no han tenido salvo algún “Estrenos TV” en la infecta pantalla pequeña.
 
Claro, es que los finales tristes no venden, y la Navidad es para vender. Sobre todo a los niños y jóvenes. Aguinaldos, San Nicolás, la Vieja del Invierno y los Reyes Magos, tienen la semana fantástica, los doscientos días de oro y las jugueterías de medio mundo a su disposición y a la de las tarjetas de crédito de padres, padrinos, tíos y abuelos. No fastidies, una golondrina que acaba pudriéndose en un jardín, con un príncipe feliz que llora constantemente y que acaba fundiéndose para tapas de alcantarilla… Es que eso no se le ocurre dramatizarlo a nadie sensato.
 
Otras tristes historias, como “La pequeña cerillera”, que también casca entre las escarchas, tienen cierto público de masoquistas que ven una recompensa en que la niña se va al cielo con su madre. Tiene bemoles pretender que alguien no pueda celebrar estos festejos llenos de luces, de villancicos y de regalos tan bonitos. A Scrooge o se le convierte, o se le esconde.
 
            Pero ya hace algunos años que no me convence nadie. Al cabo, cuando ve uno la gente que le falta y que ya no volverá a estar para cantar las mismas canciones año tras año, para discutir en la cena de Nochebuena, emborracharse en Nochevieja o para recibir idéntica corbata en Reyes, ya no tiene solución. No soporto ni al afortunado príncipe ni al avaro norteamericano. Ambos buscan su salvación al tiempo o más aún que la de los demás. Los dos dan de lo que les sobra y perpetúan la idea de la caridad como método de contentar a los desdichados. Scrooge ayuda a un único empleado, se supone que va a ser más bueno y todo acaba bien. La estatua también sale de su purgatorio con toda la pedrería y el vil metal que la adorna.
 
Donde hay caridad no hay justicia. Porque si el sistema fuese justo no sería necesaria la limosna. Todos tendrían lo necesario para vivir, vestirse, aprender y disfrutar. El sentido del reparto solidario haría inútil el reparto de las sobras a los hambrientos. La santidad no existe realmente. Detrás de su búsqueda se esconde una idea de ser mejor. Ser mejor que ¿quién? Además, los santos siempre son así reconocidos por la institución a la que pertenecen, con lo cual, teniendo en cuenta la poca vergüenza, el doble rasero y la insolvencia ética de algunas de estas instituciones, no requiere más explicaciones.
 
La religión se justifica en la idea del Valle de Lágrimas. Si se acaban las lágrimas, la cosa se pone difícil. ¿Cómo se ejerce la caridad con los demás si no la necesitan? ¿Cómo se crea la necesidad del consumo si se tiene de todo? ¿Cómo se perdona el pecado si el mal desaparece? ¿A quien le interesa que esto ocurra?
 
Sólo sigo adorando a la golondrina. No tiene nada que ganar. Es un animalito que ni siquiera será recibido en la Gloria, el Paraíso, el Nirvana, el Valle de Josafat o la reencarnación definitiva. Nadie le tiene que perdonar nada y ninguna recompensa se le va a reconocer. Y le toma  el gusto a lo de repartir bienaventuranzas… y se muere en un mundo mejor. Es el único personaje que merece la pena.
 
Sed como las golondrinas, capaces de quitar las espinas de la frente de Cristo o de desmenuzar tesoros legendarios para remediar las miserias y los dolores de los pobres. Paz y Prosperidad para el año que viene.
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