Y esto sin incidir en lo que les ha deparado a los presuntos independentistas las entregas a gobiernos franceses, que les permitiesen separarse de la “horrorosa España”, y que han dado lugar a momentos verdaderamente terroríficos.
Aragón, Cataluña y el resto de sus reinos y principados, que cohabitaban en torno a una corona más o menos travestida con deseos autonómicos y constitucionales, fueron una serie de territorios que pertenecieron al monarca aragonés, navarro o, antes incluso, a los francos carolingios y a la Marca Hispánica. Este terreno era posesión del emperador francés, luego franco, luego germano y más tarde romano-germánico, para heredarlo cuatro nobles que no tienen ni cuna en el Cantar de Roldán o en otros romances de gesta paneuropeos.
Han sido muchos los sabios que han propuesto la teoría vascoiberista para explicar el parecido entre los números, los patronímicos y los topónimos que emparentan las lenguas de las provincias vizcaínas, guipuzcoánas, alavesas y navarras, junto a las aquitanas, las suletinas y las gascuñanas, con los ancestros del idioma que hablaron tanto los gerundenses como los calatravos, antes de que estos nombres definieran cualquier puñado de tierra.
Nuevas investigaciones señalan que el origen de este lenguaje se puede situar al norte de Girona, Narbona o el área pirenaica de Sobrarbe-Ribagorza. Nadie lo sabe seguro. El caso es que, posiblemente, el vascuence sea sustrato del íbero antiguo y que éste hubiera surgido (o se hubiese conservado) en la vieja Cataluña del Medievo inicial.
Muchísimos años después, frente a numerosos pelotones de fusilamiento, coroneles y mozos de escuadra, recordaron el remotísimo día en que sus antepasados les llevaron a conocer el hielo: el hielo de las sombras irredentas, de los monarcas protestantes que preferían masacrar a sus súbditos a permitirles, fueran agramonteses o bomonteses, a que se convirtiesen o profesaran el catolicismo castellano, aragonés o cualquier otro.
En el reino, hoy República, de Francia, ni el vasco ni el catalán son lenguas aceptadas por la centralista administración de los Estados. Y sin embargo, al contrario que en la Corona Hispana, hay gentes engañadas que preferirían ese estatus al que les permite preservar y utilizar su lengua y sus costumbres de forma oficial.
La estupidez humana no tiene límites y el idiotismo ancestral de los odios medievales está fuera de sí ante refrendos ilegales y gastos de dinero que cuando se condenan parecen insensatos. Seguimos prefiriendo los varios millones defraudados por astros del fútbol antes que privarles de la corona de semidioses que les fueron otorgadas por no sé qué puñetera revista francesa que odia todo lo que nazca al sur de los Montes Pirineos. Hace falta ser imbécil.