Jugar cuando llueve

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Puertollano Magazine

Ecoembes

22Febrero 2021
Jugar cuando llueve
Este relato, basado más en una historia verdadera que en la omnipotente imaginación, quiere hablar de las niñas y los niños que no tienen tiempo de jugar porque están trabajando en lugar de distraerse con muñecas y pelotas, aunque fuesen de trapo. Muchas y muchos llevan fusiles y pistolas y les han despojado del mínimo cariño familiar. En la mayoría de las familias ha pasado y pasa esto. Únicamente el mal tiempo les permite jugar, aunque no tengan a nadie con quien hacerlo. El pequeño relato de unos años de este niño, que luego fue el mejor maestro de obra de La Mancha y Cataluña, está dedicado a mi querido tío Vicente Caballero Gigante, a su esposa Carmen y a mis primas Mari Carmen y Manoli, junto con sus hijos a quienes quiero con locura.
Las montañas de Calatrava nacieron hace más de sesenta millones de años. Una enorme presión de magma y calor que ascendía del Centro de la Tierra, elevó estas cuarcitas armoricanas desde el fondo del mar hasta los cielos. Entre esas rocas ascendidas desde lo más profundo de la Historia del Universo se quedaron, convertidos en piedra, vestigios de bestias fabulosas y una vaga noción del océano que volvería sedientos a sus habitantes milenios de milenios después. Cuando pasaron enormes cantidades de tiempo, los descendientes de aquellos oscuros seres habían sobrevivido a guerras y fracasos personales.

Esto no podría entenderse sino por la tremenda sensación de nostalgia que se adivina siempre en casi cualquier estirpe de un planeta azulado. Serpientes y montañas habían configurado un devenir lleno de incertidumbres. Los viejos volcanes seguían sin contestar las preguntas inconscientes de quienes vinieron a habitar sus hostiles contornos. Sierras y mares olvidados habían dejado minas de carbón y dehesas inhóspitas con las que hacer cisco todo tipo de despropósitos.

Vicente aprendió pronto a distinguir el Cerro del Convento de su mellizo Salvatierra. Los monjes de Fitero y las luchas carlistas no eran ya más que cuentos al candil, la vela o la carbura, con los que los mayores convocaban el sueño recurrente de las criaturas. Con ocho años y después de dos hermanas que jamás conocieron tampoco el ocio, empezó a acompañar a su padre, tocayo, arriero y piconero que nunca desmayó trabajando y conjuraba las ventiscas con quejidos flamencos leninistas curados a fuerza de tristeza en Valles de Caídos y campos de refugiados piojosos en el Rosellón francés.

Una guerra civil que nunca se acabó le había separado de su mujer y sus hijas mayores. Gracias a los favores que ya tenía pagados de por vida regresó a compartir el hambre descomunal que atormentaba a España de espaldas al conflicto bélico mundial que destrozaba a Europa. A pesar de los cánticos y las procesiones, el odio que siempre habían vivido las distintas clases sociales callaba por miedo pero ya se había hecho indeleble para los restos. El temor y la sospecha hacían de vigilantes jurados en esos años horrendos. La escuela era un privilegio para el atardecer y el cansancio garantizaba la calma por decreto y la imposibilidad de aprender.

Los días comenzaban temprano, antes de que la luz dijera que el martes ya no era lunes. Los bostezos se hilaban continuamente hasta que llegara la merienda, si es que venía, porque era cosa de ricos y de afectos al régimen. Al chico se le pasaban las madrugadas enjaezando borricos y juntando chaparros y carrascas con los que hacer picón. Vicente era tan hábil que dejaba al padre perplejo cuando apañaba montones  y diseñaba el horno mejor que el progenitor. Aquellos montes enterrados eran su verdadero dominio. Sin entenderlo del todo se admiraba de la transformación que sufrían los troncos y las ramas de encinas centenarias para dejar, después de apagados, los carbones vegetales con su aroma inconfundible.

Jugaba poco y mal porque no tenía tiempo. Para ahorrar los minutos que nunca sobraban, apresuraba el escondite o las tabas. Los muchachos del pueblo, más afortunados y tranquilos le llamaban “fullero” que quiere decir tramposo en manchego profundo, porque no comprendían su afán por apurar tanto aquellas pequeñas horas de asueto desacostumbrado. Laboreando de sol a sol y aprendiendo números y letras antes de la exigua cena, no podía hacer jamás lo que, como cualquier otra criatura, deseaba de todo corazón. Vicente se imaginaba aventuras a lomos de un caballo blanco, tan distinto de sus rocines mansos y voluntariosos, que hacía galopar mientras el padre se echaba una siesta en miniatura. Los animales estaban tan agotados como él y se paraban mucho antes de que hubiera conquistado Calatrava La Nueva.

Si no hacían materia de braseros, se arrancaban garbanzos, o se llevaba harina y vino hasta Minas Diógenes, San Quintín y Asdrúbal. Lo mismo había que apacentar cochinos en la Encomienda de Sacristanía que acarrear aceites y arroz de los pueblos limítrofes. Las ferias de Ciudad Real, Almagro y Puertollano eran lo nunca visto por los ojos de aquel muchacho sin infancia. Pero eran viajes cortos que se gastaban antes de llegar, en mulas y carretas o en un trenillo tan lento que dejaba sin tiempo el alcance de atracciones. Jugar seguía siendo imposible por aquellas jornadas sin fin y sin propósito.

Esta maldición bíblica no tenía más descanso que el clima. El tiempo, sobre todo en otoño y primavera, aventaba los aires y las lluvias, haciendo imposibles las faenas del campo. El granizo, los aguaceros y la amenaza de los rayos obligaban a parar muchas labores y aquel trabajo desproporcionado para un niño que no llegaba a los diez años.

Vicente jugaba solo cuando llovía. Entonces, en aquellas mañanas de temporal, al levantarse, llamaba a su hermana pequeña. Con los ojos rehenes todavía del sueño implacable de sus cinco o seis años, María se levantaba en pos de su hermano al que adoraba. El frío de octubre hacía que la niña se encogiese sin aguantar los escalofríos. No era capaz físicamente de seguir los tremendos deseos de jugar de Vicente, tiritando en un rincón de la casa. Al cabo de un rato, notaba como el nene se enfurecía por no poder disfrutar de aquel regalo de la vida en forma de libertad.

Enfadado y casi con lágrimas de frustración, le gritaba a la cría lo que a él le habían increpado los niños exentos de deslomarse a diario: -Marota, fullera, “helá” por las mañanas.  Y se iba a correr por las calles embarradas, sin importarle el chaparrón del momento, intentando olvidar que, si escampaba, tendría que echarle los arreos a los burros y sudar y congelarse para ganar el pan a medias con su padre, aunque toda su sangre le pedía más juegos y menos haces de leña.

Benjamín Hernández Caballero
Foto: La Comarca de Puertollano. Salvadora Moreno Castañeda.
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