Hace siglos, antes de que Pemán, Sabino Arana o Mosén Verdaguer se lo inventaran para socavar los cimientos de la memoria, no había nada. El Génesis lo dice con palabras inocentes: el espíritu aleteaba sobre las aguas y el negro (o la incertidumbre) era lo que existía en el Principio. Porque la mayoría de las leyendas sobre la presunta Creación habla de estas cosas y las lleva a la inexistencia. Dios o la Madre Tierra dijeron que se hiciera la Luz y la Luz se hizo.
Desde aquel pretendido principio todo es según el color del cristal con que se mira. Pongamos, por ejemplo, a España. Y he aquí la historia más verdadera y desinteresada de todas aquellas que les puedan contar.
La península Ibérica se desgarró de Pangea o de cualquier otro continente masivo, hace menos de trece millones de años. Es cierto que parte de este territorio estaba sobresaliendo en el océano primigenio hace lo menos el doble de ese tiempo. Pero hace veinte siglos, las masas continentales de la orogénesis alpina (más o menos consensuada por los geólogos) llevaron relativamente cerca de la superficie terrestre, los fósiles carbonizados de trescientos o cuatrocientos millones previos a una profundidad que podría ser explotada por los francoespañoles de Peñarroya.
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento de todas las especies, por mor de la formación de valles antediluvianos en la zona del Rift y de Etiopía, unos primates bípedos se impusieron contra los que andaban a cuatro patas. Así nació, disculpadme la síntesis, los seres humanos. Éstos, dos millones de años después de haberse puesto en pie, se dedicaron a hacer utensilios con los cantos del río, y les dio por expandir el cerebro (al que denominan mente) para poder escapar de simios semejantes y bestias felinas que les diezmaban sin ningún escrúpulo. Si nos saltamos eones de evolución, sacrificios, penurias y hambrunas, llegamos a pintar Altamira y Lascaux, o a erigir monumentos en Gobegli Tepe, o a inaugurar la Biblia en Jericó, en Sodoma o en Gomorra. Todo, por más que nos fascine, es un compendio de leyendas.
Desde hace entre diez mil y seis mil años, estos seres humanos que ya habían extinguido en su voluntad de independencia a los neandertales y a los homos erectos, construyeron ciudades, territorios y estirpes con los que justificar, según unos cuantos dioses y diosas, el dominio sobre sus semejantes. Cultivando garbanzos o apacentando ovejas y cerdos, se hicieron dueños de todos a los que consideraron inferiores. Protegieron fronteras y se declararon dueños de la tierra según la teología o el poder de las armas.
Con los siglos sobrevinieron cromagnones, íberos y celtas, púnicos y griegos, romanos y cartagineses. El mar Mediterráneo se convirtió en piscina y lucharon por ella Oriente y Occidente. En la península Ibérica se dieron cita todas estas culturas, todas aquellas ansias, toda la sed de guerra y de venganza. Se concertaron luchas y se atisbó el poderío. Se extinguieron las lenguas de los indígenas y todos aprendimos a hablar latín. Vinieron los germanos, que no pudieron recordar su alemán más allá de cincuenta años, y luego dominaron los árabes, que lograron apenas que las lenguas hispanorromanas se escribieran con caracteres aljamiados.
Cuando sus propias luchas fratricidas lograron que las Taifas islámicas se declarasen súbditas de los régulos cristianos, los del norte, como siempre, intentaron destruir los enclaves del sur. Así, entre bromas y veras, a través de intifadas y razzias sin criterio, el pueblo de Mahoma fue diciéndole adiós a Al-Andalus en unos cuantos años. Si alguno se tuvo en pie casi dos siglos fue pagando las parias a los auténticos dueños, que en 1492 declararon la universalidad de su monarquía matrimonial falsificada.
Pero nos hemos adelantado mucho. El condado de Barcelona, de Osona, Gerona y Benalú, se había concretado en mitad de la Edad media. Hablamos de los siglos IX a XII. Los Ramones Berengueres y Ramiros habían pertenecido a la Marca Hispánica de Carlomagno, a los condados-reinos de Sobrarbe y Ribagorza, a las taifas de Lleida y de Girona, o a cuantos asaltantes de caminos campasen por sus respetos muchas centurias antes del tamborer del Bruch.
Sólo cuando Ramón Berenguer IV se puso al frente de estos señoríos de la Marca Hispánica y heredó las cuatro barras de gules en campo de oro, se empezó a hablar del Principado Catalán, que a partir de entonces tuvo sus Corts y su Concell de Cent. La Generalidad no era más que una traducción de impuestos de los señores aragoneses sobre la burguesía catalana.
Pero no nos vayamos a imaginar que la Castilla y el León de escudos y banderas tenían más importancia. Tan solo la mortandad infantil de Valladolid y de Burgos hicieron que Fernando III heredase los dos reinos principales de la península, terriblemente enfrentados a los cristianos portugueses y gallegos, a los moros de taifas que estaban hartos de pagar rescates y a los navarros o aragoneses que querían ser los “primos inter pares” de la época. Sus conquistas de reinos musulmanes, que llenaban la imaginación de los cristianos del norte como todos aquellos de cualquier cruzado que se preciase en los siglos XII al XIV, no hicieron nada más que recuperar el tiempo perdido.
Y volvemos atrás. La península Ibérica, llamada así por los griegos para diferenciarse de los fenicios, que la llamaban “Isphahad” o “Spharad”, según el dialecto púnico o cartaginés, transigió al final con los filisteos y, como los latinos de Roma y sus alrededores no eran capaces de pronunciar bien el hebreo, la transformaron en Ispanhea. Heródoto bendito se encargó de transcribir el palabro,
definitivamente, en Hispania. (Aprovecho este punto para pedir perdón por la simplificación de una historia que tardará muchos siglos en escribirse perfectamente).
Cuando detrás de Hanón, de Asdrúbales y Aníbales, Publio Escipión y sus generales dominaron el sesenta por ciento del territorio ibérico, hubo sus más y sus menos con los habitantes indígenas de la zona. Miles, quizás cientos de miles de celtas e íberos hispánicos, fueron exterminados y adornaron los carros del triunfo de los hijos del Lacio. Hay escritas en las rudimentarias historias de aquel tiempo, lamentaciones de humanos romanos que no pudieron soportar tanta crueldad y genocidio. Desde Gerona hasta Puertollano se hablaba un íbero salpicado de celta en enclaves como Oretum y Almodóvar del Campo. Nada es gratis ni exento de dolor o terror, como dijo Tito Livio en alguna ocasión.
En medio de todas aquellas casi leyendas, Plinio el Viejo, que observaba el Vesubio hasta la muerte, había descrito no demasiado desdeñosamente (a pesar de su subjetiva opinión romana) a los habitantes de Gerona, Barcelona, Tarragona y sus alrededores, comparándolos en cuanto a civilización y maneras con los de la Oretania y la Bética, justo en el enclave volcánico en que escribo estas líneas.
Porque entre éste y los años sucesivos, la cara y el peinado de Europa (la península de los conejos) se había de transformar en las dos Hispanias: la Citerior, con capital en Tarragona y en la martirizada Sagunto; y la Ulterior, que luego tuvo su centro territorial en Augusta Emérita. Siglos después las Hispanias, que así siguieron llamándose hasta los “Decretos de Nueva Planta”, recogían las provincias de Gallaecia-Astúrica, Vasconia-Cantabria, Tarraconensis, Lusitania, Bética y Carthaginensis. Pero las “Españas” fue el título en el que, incluso los portugueses, entraron hasta que Castilla y Aragón se unieron en forma de boda hacia los setentas del año mil cuatrocientos. Ni que decir tiene que todos estos reinos, condados, señoríos y principados, no eran nada más que títulos nobiliarios y ostentación patrimonial. En realidad, todos los parlamentos y sus constituciones eran independientes, a pesar de todo lo que se inventan las nuevas historiografías y la difusión irresponsable de las redes sociales.
Y en estas pláticas andaban, que diría Cervantes, que las distintas instituciones gubernamentales y sus obligaciones en cuanto a la Monarquía hispánica, entraron en conflicto. Algo que, como hemos dicho, lleva ocurriendo durante los últimos mil doscientos años, por no decir antes.
A Fernando el Católico, regente de Castilla, León, Galicia, Granada, Navarra y otros territorios peninsulares y mediterráneos, los nobles
castellanos le llamaban el “viejo catalán”, o la “víbora catalana”, o “el judío catalán”, a pesar de cómo había decretado la expulsión de los sefarditas. Desde entonces no ha habido paz.
Y desde entonces el querido Principado Catalán, patrimonio de los Monarcas Españoles (de las Españas), ha estado en desacuerdo con cualquier modo de pertenencia (aunque fuese imaginaria) a los señores de Castilla. Y digo imaginaria porque siguió manteniendo sus instituciones al paso de los siglos, aunque se hubiese rebelado, entregado a los franceses (que les robaron el Rosellón, la Cerdaña y otros territorios de la Galia Narbonense, que habían recuperado anteriormente con la ayuda de Castilla) proclamado independencias absurdas que costaron guerras civiles y sangrías a los mejores comerciantes del mediterráneo en muchísimos años.
No ha habido más suerte en cuanto al cariño de los castellanos y leoneses hacia los terruños de Aragón. La monarquía que había conquistado América y los territorios de Filipinas y el Pacífico, sentía como una rémora las constantes revoluciones catalanas en sus proximidades. Bastó con que llegase la Guerra de Sucesión para que Felipe V igualase los reinos peninsulares y suspendiese las constituciones autonómicas. Esto fue entre 1707 y 1717. A Cataluña, Aragón, Valencia y Mallorca se les suspendieron sus fueros particulares y hasta se les prohibió el ejercicio de su legislación en su propia lengua catalana.
Sin embargo no se nos olvide que, por el cambio de “statu quo”, los mercaderes y grandes catalanes participaron de algo en lo que no habían estado presentes nunca: el comercio con América (derecho exclusivo de Castilla y León, junto con los señoríos vascos y granadinos, hasta entonces) que les abrió la puerta a una de las peores mercaderías que ha podido hacer ser humano alguno: La Esclavitud.
También pudieron hacer tratos con ese último siglo final de la colonia Española en América y las riquezas que reportaron a las grandes ciudades y puertos de Barcelona, Tarragona y Gerona, fueron inconmensurables, aunque estén llenas de vergüenza y deshonor.
Y así las cosas llegamos a toda la serie de ordalías que marcan el final del colonialismo hispano y la resurrección de los nacionalismos en los que no faltan las descalificaciones de raza, lengua y religión. Los vascos de Arana y sus adláteres, tienen escritos, para todos aquellos que los quieran leer, párrafos que harían santo a Hitler. La Renaixença Catalana también tiene descalificativos a los primeros inmigrantes que harían enrojecer a los mayores partidarios del muro de Gaza o el de México.
Los nacionalismos, por más que se quieran disfrazar de otras cosas, no dejan de ser creencias en la superioridad de una raza, en su capacidad de trabajo, en la difamación con lo que ocurre en otras regiones del país o del mundo. Cuando la presunta izquierda abunda en esta diferenciación, aunque luego la disimule con otras letanías incomprensibles, yo no dejo de olvidar lo que dijeron los primeros que trataron de hacer que los trabajadores y trabajadoras de la Humanidad estuviesen juntos. Y más habida cuenta de la mezcla (bendita) de colores, regiones y lenguas que se juntan en el Mundo para dotarle de mayor diversidad y de un freno a la deriva genética.
Somos grandes porque somos muchos y muchas, venidos de cualquier parte, la mayoría pobres (a los ricos no se les pregunta su procedencia) y con ganas de salir de esa pobreza. Hemos arriesgado la vida para que los “Antecessor”, los “Heidelberghensis”, los laietanos, los béticos y los llegados desde cualquier parte del planeta Tierra, podamos convivir, disfrutar, fornicar y procrear, o no, según nos salga de los mismísimos…
Benjamín Hernández Caballero
(Dedicado, con amor inmortal, a mi sobrino Guillem Villalbí Hernández, hijo de mi hermana y de mi hermano catalán para siempre.)