El ser humano, ya sea de viva voz o a través de sus obras, ha intentado contarle a sus contemporáneos y futuros cualquier cosa que se les hubiera ocurrido. No hay otro sentido explicable para que un artista dejara un cuadro, mural, escrito o monumento que perdurase en el tiempo y que no fuese flor de un día. Cuando una o uno hacen algo, desean, a veces sin saberlo, que alguien contemple en el porvenir lo que se les ocurrió entonces.
Hemos encontrado cuevas, manuscritos, grabados y memoria de personajes cuyos nombres podemos conocer o ignorar, pero que nos siguen prestando sus inquietudes al paso de las estaciones y las catástrofes humanitarias. En Puertollano tenemos colecciones de industrias líticas y metalúrgicas, con estelas y tumbas que nos hablan de aquellos seres que precedieron nuestra identidad hace muchísimo tiempo.
Si rebuscamos en lo que está escrito y consignado en archivos, colecciones y estudios, encontraremos que Antonio Machado se sentía desolado al pasar por La Mancha, salvo cuando contemplaba el frenesí de los mineros, fundidores y destiladores que poblaban la Ciudad Minera. Miguel Hernández vino a descansar en la posada de la Tercia, comiendo en cualquier fonda cercana a la Fuente Agria. En el Gran Teatro, los socios agasajaron a Pedro Muñoz Seca y se anunció “La Venganza de Don Mendo” en carteles más o menos grandes. Gregorio Prieto le escribía desde el Hotel más viejo a su amigo Federico García Lorca, que también se pasó por algunas plazas de pueblos aledaños con La Barraca. Calderón y los maestros de la Zarzuela representaron en estas tierras desde primeros de siglo hasta los años 70, superando dictaduras, repúblicas, monarquías moribundas y guerras, para surtir de sangre las venas de ricos y pobres sedientos de drama, comedia y música.
La poesía y, por ende, todas las artes, están al servicio de la supervivencia. Si no fuese por los grafitos y pintadas que hicieron muchos jóvenes y adolescentes en abrigos rocosos y cuevas más o menos mágicas, no sabríamos que, hace muchas generaciones, algunas personas de entre los que nos procrearon, querían dejar para el porvenir sus ideas, insultos y pornografía. Retaban así al tiempo y han conseguido convencernos de que había más razones ocultas que la pura verdad irrefutable: -Estamos aquí y queremos que veáis las cosas que hemos “escrito”-. Seguramente no eran más que palabrotas, a lo mejor, descripciones de una concupiscencia igual de procaz, de ingenua y grosera que los escritos a rotulador en los servicios públicos de estaciones, mercados y paseos.
Ahora que intentamos que el Paseo se mejore, que haya más espacio en que dejar los coches aparcados y tengamos más sitio para deambular con o sin mascarillas, no quiero reprochar nada a quienes piensan que es un trabajo inútil. Todo lo que tenemos en común con nuestros padres y abuelos, ha llegado a nosotros a cargo de edificios, fuentes, plazas y ejidos que, con sus cambios precisos y el trabajo y el jornal de quienes los levantaron, dicen lo que somos. Quienes somos necesita demostrarse haciendo cosas.
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