Hemos escuchado a demasiadas personas relativizar la importancia de hablar bien de las cosas y de la gente. Parece un ejercicio de menor trascendencia de lo que verdaderamente representa.
Hablar correctamente, con buenas intenciones, sin maldad, de todo lo que nos rodea no parece necesario, pero lo es. Estamos demasiado acostumbradas y acostumbrados a pensar que no importa lo que digamos de nada ni de nadie, pero sí que interesa, sí que nos hace mejores y nos invita a seguir haciéndolo por los restos.
Hablar bien ha sido, muchas veces a lo largo de la historia, la diferencia entre la vida y la muerte, la verdad y la mentira, la satisfacción o la injusticia.
La reputación de hombres y mujeres se basa, en casi la totalidad de su razón, en lo que digan de ellas y de ellos los demás. El trato y la misericordia, las intenciones y la risa o el llanto también tienen sus cimientos en lo que se cuente de lo que son, somos o serán. La memoria colectiva e individual, social y familiar, está llena de momentos atroces en los que una calumnia o el desistimiento de lo que es verídico, han sembrado casas, familias y campos de cadáveres a los que nunca será posible reparar en el daño inferido.
Hablar bien de lo tuyo y de lo tuyo, de lo de los demás y de lo nuestro, es una pequeña paga por tus pesares que tiene la recompensa de que muchos menos tengan miedo.
Respetándonos a nosotras y nosotros mismos, mucho más a las demás personas que transitan con nosotros en el sendero de la vida, conseguimos hacernos menos vulnerables y proteger un mañana del que nunca estamos a salvo completamente.
Menospreciarnos a nosotros mismos, en un ejercicio insensato de bajeza y falta de miras, hace que el porvenir se oscurezca hasta límites insospechados.
La verdad nos hace libres y también comprensivos, nos lleva hacia el perdón o el sobreseimiento, sin que ello signifique que la ignorancia sea hermana de la venganza o el rencor. No nos quedan ya fuerzas para seguir sosteniendo tanto dolor y tanta pena.