Salve Regina

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Ecoembes

03Mayo 2020
Salve Regina
Benjamín Hernández Caballero. Dedicado a mi madre y a todas las madres.
A MI MADRE MARÍA CABALLERO GIGANTE
(Que me parió un Día del Corpus para no tener que despachar más fruta.)
 
¡Ay, madre!
¡Fuente de mi propia sangre!
 
Te pido perdón de veras,
por no haber escrito antes.
He tardado en concebir
este pequeño romance
cincuenta y tres años largos
y tres docenas de tardes.
Aunque no tenga saliva,
siempre tendré que cantarte.
Mi lengua se queda chica
cuando procuro gritarte.
 
(Gritar tu nombre y tu gloria,
tu apellido y tu mensaje,
son necesidades viejas
que suenan a eternidades.)
 
Un día para parirme
entre abismos expectantes
y no encuentro en mi persona
más que una deuda culpable.
Nostálgico de tu vientre
y tu seno inabarcable,
amparado por tus lágrimas
y también por tus disfraces,
busco sin apenas suerte
versos para dedicarte.
 
Si estuviera sin sentido
intentaría pronunciarte,
apenas tuviera pulso
y labios para nombrarte.
Que siempre has sido mi guía,
mi más perfecto andamiaje.
Tierna y firme como el monte,
dulce y blanda como el aire
que apartaste de mi cara
al darme tu propia carne.
Y yo sin un triste aliento
para poder expresarte:
no existe en el diccionario
palabra tan importante.
 
Te quiere mi corazón
con latidos inmortales.
Te idolatra este cerebro
loco que me regalaste.
Te adoro por mis hermanos,
por tu fuerza inagotable,
por tu dolor hecho vida,
por tus enormes pesares,
porque te pasas el tiempo
cuidándonos y cuidándome.
 
Te quiero por mi Bernardo
y su risa interminable
y por Dionisio Guillermo,
tan doliente y vulnerable
como su Helsa infinita,
que ha renunciado a ser grande.
 
Porque así vino Manoli,
regalo de algún instante,
con su Emma que es la mía
y un Guillem predestinable.
Por Antonio, nuestro niño,
ahijado tan importante,
destructor de lo imposible,
que también quiere ser padre.
 
Los dos hijos que te faltan
están siempre acompañándome.
El primero es un gemido
que nunca puede olvidarse.
Treinta y tres años después
los cielos, para probarte,
te arrebataron el alma
y nos privaron del aire.
No existen bastantes ojos
ni pañuelos abundantes
para enjugar los dolores
que te llovieron a mares.
Comparto tu idolatría
hacia Milagros Hernández,
que veneraba tu aliento
adorado y adorable.
De aquella hermana gemela
nunca podré separarme
y el silencio que respiras
me resulta irrespirable.
 
¡Cuánto futuro, María,
tan Caballero y Gigante!
Cuando cantas me das fuerza,
lo mismo que con tus bailes.
Tus lamentos construyeron
mi voluntad para amarte.
Bendita entre las mujeres
como hembra y como madre.
Los que estamos no tenemos
monedas con que pagarte,
ni más calles que cruzar
para poder alcanzarte.
Me faltan ocho mil bocas
con las que poder besarte
y en el susurro del viento
me pierdo, rememorándote.
 
¡Ay, Madre!
Hacedora de mi sangre.
Tu oración y tu esperanza
para mí serán bastantes.
Por eso en este poema
mis rodillas inestables
se clavan en tierra y cielo
porque tengo que rezarte.
Mis creencias inconcretas
se inclinan ante tu talle,
altar de vida y tristeza,
abismo de lo innombrable.
 
Refugiándome en tu sombra,
en tu cariño impecable,
mi credo y mi avemaría
resuenan por todas partes:
¡Por los siglos de los siglos,
María, que Dios te salve!
 
Benjamín Hernández Caballero
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