Desde hace muchos años, el jueves anterior al domingo de Pentecostés, Puertollano se viste de fiesta y reparte un guiso de carne de ternera entre la población y los visitantes que llegan a una villa antigua a la que los ignorantes siguen llamando, inmerecidamente, “el pueblo de las dos mentiras”.
Únicamente las guerras han impedido, muy ocasionalmente, que se lleve a cabo esta celebración ancestral. Lo de “ancestral” es porque se organiza anualmente durante más de un siglo. Ancestrales son, por lo tanto, también el día del chorizo y el del hornazo. Lo son igualmente ya la Feria de mayo, las fiestas patronales de septiembre y antiguos acontecimientos como las hogueras de san Antón y la Candelaria, que ya no tienen relevancia apenas. Las de san Juan son más modernas y no han tenido una continuidad en el tiempo.
Quiere la historia, muy común en toda Europa, que esta ofrenda gastronómica se remonte a una promesa hecha a la Virgen María para pedir su intercesión ante las epidemias de peste bubónica que se extendieron por el continente entre 1347 y 1354. No fue una broma: la población europea se redujo en más de dos tercios por muchas regiones del Viejo Mundo. Por lo que seguimos recordando, entre verdades y fantasías, algo parecido ocurrió en Puertollano, lo mismo que en los alrededores.
El terrorífico cuento asegura que los habitantes del enclave minero se vieron diezmados hasta que únicamente quedaron 13 familias, número mágico y cabalístico que, de modo realista, podríamos traducir como un puñado de personas. Los cadáveres y el miedo se amontonaban en casas, calles, campos y, por supuesto, la propia mente humana.
No olvidemos que en París sobrevivió poco más de un cuarto del censo. El hambre y la despoblación contribuyeron a aumentar las penurias de los supervivientes. Como muchos otros pueblos y ciudades, la única salvación que podían esperar las gentes tenía que venir del Cielo. Así se hicieron muchos “votos” sagrados con los que los vecinos se comprometían a llevar a cabo un ritual perpetuo para garantizar la propia vida.
Las crónicas antiguas dicen que esta promesa se concretaría en el sacrificio de una vaca con la que alimentar, cada año, a los parroquianos y peregrinos que se acercaran en determinada fecha a rezar a la Madre de Dios. Como el año de la Gran Epidemia Negra fue 1348, es la fecha desde la que contamos la cronología del Santo Voto de Puertollano. Por eso, en 2023 conmemoramos el 675 aniversario de este festejo. Un acontecimiento impresionante, sin duda alguna, y una celebración de la que cualquiera se puede sentir orgulloso, aunque sea con mantenerla.
Cada año, salvo que los acontecimientos bélicos lo hayan impedido, la Ciudad de la Energía paga del erario público, además de la contribución, mayormente simbólica, de algunas monedas que deben hacer efectiva los vecinos y vecinas de la población y no los visitantes, una cantidad de pan, carne y condimentos que sirva para cocinar las casi treinta ollas que luego se distribuyen entre quienes desean asistir.
La víspera, es decir, el miércoles anterior a Pentecostés, se reparten bollos de pan, se adorna una vaca conmemorativa y se bailan danzas folclóricas, además de cantar mayos y velar la imagen de la Virgen (destinataria del Voto) durante toda la noche.
Y hasta aquí, lo que sucede anualmente. Pero esto no ha sido igual toda la vida. He aquí que pido permiso para contarles cosas que no siempre han permanecido inmutables. Y empiezo por María Santísima Llena de Gracia, que es la imagen mariana a la que se le cumple el juramento cada año. Porque la antigua Patrona de Puertollano era santa Ana. Su veneración (dulía) está atestiguada en la denominación de la montaña más alta y los restos arqueológicos que se distinguen todavía en el Cerro en el que empieza la nomenclatura calatraveña de toda una sierra.
Es más, los nombres íberos y celtas de Goda, Grada, Brígida, Anata, Maia (a la que se dedica el mes de mayo), son divinidades femeninas de la fecundidad, la protección y la salvaguarda de toda esta comarca y muchas más de la Oretania, la Bética, la Turdetania y la Bastetania.
Por mucho que las sucesivas aculturaciones romana, cristiana, goda, musulmana y, de nuevo, católica que se fueron alternando entre los hombres y mujeres que han poblado estos contornos desde hace más de un millón de años, hayan ido suplantando la consideración sacra de los humanos que se han ido estableciendo aquí.
El sustrato oral familiar y los cultos totémicos conservados en la geografía y la naturaleza, seguían formando parte de los ritos privados y las alegorías misteriosas que intentaban, desde que el homo sapiens sapiens aprendió a hablar, hacerle comprender todo aquello inexplicable que sucedía a su alrededor. Todo parece indicar que los tartesos y sus sucesores tenían mucho contacto con los pueblos orientales (y sus religiones) que se sincretizaban con los propios mitos locales.
El sacrificio de animales para propiciar su ayuda en la vida diaria era corriente. Cuando la víctima era un toro o una vaca, cuya figura forma parte de las creencias ibéricas desde tiempo inmemorial, es que la cosa era seria y había que apostar mucho. El valor de un bóvido era tan grande que sólo se podía utilizar en caso de mucha necesidad. Es posible que los íberos, luego romanos, más tarde godos, después musulmanes y nuevamente cristianos, recordaran que, cuando el asunto era muy grave, no estaba demás matar la vaca, que era todo el patrimonio de un clan.
Si se podían juntar varias gentes para sufragar el gasto, mejor para todos. Por eso hay tantos anales, leyendas, relatos y narraciones que hablan de “ofrecer” ganado a los dioses. Además, el homenaje de una res a la diosa – vaca egipcia Hathor, curiosamente, se hacía en el cuarto creciente de lo que vendría ser, más o menos, el actual mes de las flores.
Pero si el acontecimiento, en este caso una pestilencia terrible, no era resuelto por un santo (antiguo diosecillo o demiurgo), había que invocar más arriba. La tradición visigótica (Isidoro e Ildefonso la impusieron) de pedir directamente a la Madre de Jesucristo, seguía manteniéndose en la recién cristianizada Mancha Baja, con lo que el cambio de titularidad patronal estaba cantado.
Entre 1360 y 1450 se cambiaron muchas ermitas santeras por santuarios marianos. Comenzaba la hiperdulía: la veneración de la Virgen María. Por eso, el Voto no se dirigía ya a santa Ana, ni a San Sebastián, ni a Santa Brígida, ni a san Pedro. Hacía falta pedir el milagro a “alguien más importante”.
Es por esa época que se levanta la ermita de la Visitación de Nuestra Señora llena de Gracia, justo en el paso que hay entre dos montes roqueños y que no tiene cuestas: el Puerto Llano. Se trataba de que el voto no fuese solo de carne, sino también de alma. Probablemente, en ese estrecho montañés se enterrasen los muertos de la peste negra. Era un talismán contra el contagio. Así pues, no es probable que en el propio 1348 se iniciara el Voto, sino que se cumpliera una vez se comprobó que no había habido infecciones importantes cuando llegaban noticias de oleadas epidémicas posteriores. Se erigió el templo y se cumplió escrupulosamente la promesa del sacrificio sin solución de continuidad.
Y ahí comienza la verdadera tradición, probablemente en los últimos años del siglo XIV, matando un bóvido, o dos o tres, según los posibles de cada temporada, quizás no los trece que quieren algunas leyendas, porque eso, créanme, no se lo podía permitir el municipio. A eso añádase que Puertollano era, más o menos, una gran aldea de Almodóvar del Campo, con muchas costumbres moriscas en su comportamiento y mucho temor de los monjes-caballeros que vigilaban la pureza del ritual cristiano. Y el Voto se hacía el día… ¡Vaya, pues tampoco lo sabemos con exactitud!
Porque según está en los pocos escritos que se conservan, el guiso se ha hecho en diferentes épocas del año, según el tiempo. Si tenemos en cuenta que el día 8 de septiembre no ha sido siempre la Fiesta de la Virgen, no nos sorprenderá que otras conmemoraciones fuesen siempre en la misma fecha. De hecho, hay anotaciones en nuestros legajos que hablan de comer el Voto en enero, al término de la Cuaresma, en mayo o abril, después del Corpus o ese mismo día, para mediados de agosto, en septiembre, después de la festividad de Todos los Santos o en la misma Navidad. Parece ser que durante un par de siglos se celebraron así los Desposorios de María con el señor san José, pero no hay datos que corroboren o desmientan estas anualidades.
Desde mediados del XIX, eso sí, se estableció la Octava de la Ascensión del Señor, es decir, el jueves anterior, para lo que había que tener en cuenta el domingo y el lunes de Pentecostés, fiesta variable según la primera luna llena de la primavera, que es cuando se celebra la Pascua católica. Para que todos se enteren, justo el jueves que precede a la romería del Rocío. Entonces… no hemos preservado nuestra ofrenda como era desde el principio entre otras cosas porque no lo sabemos.
Y por seguir hablando de las incertidumbres, hay una afirmación que no deja de ser también folclórica: los ingredientes de las ollas. Muchos afirman en las redes sociales que tiene que ser carne bovina con patatas. Vamos a continuar aclarando términos. Lo único que tenemos claro es que la leyenda habla de una vaca. Pero podría ser toro, novillo o ternera, que es como, según algunos, mandan los cánones. Pero eso tampoco es cierto. Y, afortunadamente, ahí sí que tenemos notas, cartas, datos y “facturas” de los últimos dos siglos, aproximadamente.
Porque una vaca es, en muchas culturas y sociedades, una auténtica fortuna. Sagrada en nuestra historia y en las de civilizaciones como la egipcia, hindú, cretense y tartésica, no es fácil renunciar a su leche, a su trabajo en el campo o a su estiércol, para matarla de buenas a primeras. Si el año estaba bueno (lo que no era habitual), varias familias podían pagar la res que le sobraba a algún vecino afortunado y “ofrecérsela” a la Patrona como cada temporada. Pero si no era así (lo más corriente), había que “cumplir” con otros manjares.
Lo de las patatas tampoco es real. El maravilloso tubérculo, que tanta desnutrición ha erradicado en el mundo, no fue consumido habitualmente hasta cerca del siglo XVIII, con lo que otras cosas eran las que acompañaban a la proteína animal. Garbanzos, lentejas, nabos, chirivías, habas, trigo, galianos o gachas eran los “partenaires” de huesos, grasas y casquería variada. Cuando la famosa vaca del Voto recorría las calles de la villa, vecinas y vecinos aportaban leños, panes, pollos, carneros, cabras, palomas, perdices y conejos. Los más pudientes, echaban unos reales en las alforjas del pregonero.
Con eso, en recipientes de barro y al fuego vivo, se cocía un puchero que debía ser gloria bendita para los más pobres, necesitados y transeúntes que glorificaban a la Virgen de Gracia de todo corazón. Solo la modernización de los ayuntamientos, tras las desamortizaciones y los impuestos contemporáneos, hizo que el consistorio se encargara de todo, eso sí, reservándose las tajadas buenas para los próceres y señoritos, mientras el sebo y las ternillas se entregaban a la comunidad.
La patata, barata y bendita, alimentaba muchos estómagos vacíos. Eso sí, el vino formaba parte de la fiesta, algo que se echa de menos últimamente y que, cuando los vientos de la economía se hagan más fuertes, volveremos a tomar.
Desde finales de los años 70, con la democracia, el Santo Voto tuvo más o menos relevancia según el momento. Se habló mucho de recuperar tradiciones, pero fue mejor que las viejas vacas flacas se cambiasen por terneros. Hasta se tuvo que reducir el tiempo de cocción para evitar que la carne se deshiciera en las ollas.
Es la comida votiva más antigua de Europa que se ha mantenido. Y que así sea por los siglos de los siglos. Por Puertollano y por la Humanidad. Por la Virgen de Gracia y la identidad incuestionable de un pueblo que supera todas las epidemias, tanto sanitarias como económicas y empresariales, arrimando el hombro y la cuchara a un Caldero Sagrado.