Hoy, bien lo saben ustedes, de sobra lo sabéis vosotras y vosotros, cuando termina junio comienzan a tomar forma las amenazas del calor que se convierten en avisos amarillos o naranjas, destinados a quienes ya no saben aceptar como propios de la Naturaleza los 40 grados a la sombra de cualquier tarde de verano. Antiguamente, eran las gallinas del Valle de Alcudia las que ponían, inopinadamente, huevos de dos yemas en cualquier alquería del Emblema de la Mesta. Los tiempos, con haber cambiado, son los mismos. El verano ya no es lo que era.
Hasta que volví de la mili, que fue cuando la calle San Gregorio completó el encementado de su calzada inmemorial, por la que habían bajado siempre las aguas fecales, lanzadas por orinales y bacines, desde las casas altas, vi la reguera en medio de esta vía que baja desde las laderas de Santa Ana hasta la mismísima Fuente Agria. La arreglaron entonces y Ramón Fernández Espinosa, ante mi tita Lola, tuvo que desautorizar a quienes insistían en cortar las aceras en mi misma fachada. El genio de los humanos siempre podrá estar en entredicho.
Nos falta la Piscina Solís y su Solarium de Señoras y sus recámaras de camión para poder flotar entre las aguas mansas del barrio de Santa Ana. Allí fuimos felices, aprendimos más o menos a nadar y nos pudimos ahogar ante la pasividad de los socorristas que se atiborraban de cubatas en un bar maravilloso. Eran momentos yo no sé si felices, pero sí repletos de unos años setenta y ochenta que mostraban bikinis y bultos que no hemos vuelto a ver a causa de las modas.
Mis tíos y los vecinos y vecinas me aseguraban que bajo los lodazales del arroyuelo inasequible, estaba la veta del agua ferruginosa que entre allí y el Ave María, se daban cita en el surtidor octogonal del Doctor Limón. Yo no me lo creía y, mucho tiempo después, los propios hidrólogos mantuvieron aquella tesis como leyenda hasta que se secaron los cuatro caños del Paseo y se descubrió que una obra entre San Gregorio y Ave María era la culpable de la inexistencia del manantial que narra la historia de Puertollano a través de los siglos.
Pero ahora me acuerdo, adelantándome a aquellas fechas, de las siestas implacables de los setenta, cuando algunas viviendas cercanas tiraban sus tejados de cañas, rollizos y barro más o menos compacto, dejándonos jugar a los indios, construyendo arcos y flechas con los que poder entuertarnos si Dios así quería, regañados por los somnolientos habitantes de aquellas instalaciones tacañas y pobretonas, en las que habían dejado la sangre de sus venas y el sudor compartido de albañiles y mineros. Sin clases que ocupar entre lunes y sábados, los descansados niños y las niñas feroces de la goma y la comba no sentíamos el sueño hasta la madrugada.
No hacía ni mucho menos tantos años en que las acometidas cambiaron la vida de las dos aceras de la calle que luego fue de la Quinta Avenida. Los barreños de cinc que se calentaban en cocinas económicas y estufas, fueron sustituidos por grifos en el patio. En el verano, al menos, con una goma a plazos en Patón, podíamos refrescarnos con el caudal roñoso de aquella época. Y las siestas se hicieron más soportables.
Hoy en día, con miles y miles de aparatos de aire acondicionado en las casas y pisos de toda la ciudad, lo mismo que en invierno funcionan a todo gas las calefacciones de diferente combustible. Calvo Sotelo o Fábrica, o Enpetrol o Repsol filtran sus emisiones hasta hacerlas inocuas, y sigue sorprendiéndonos el menor agobio del invierno y que en el estío no se derritan los alquitranes de las calles recién arregladas.
Sin embargo, en las afueras de esta Ciudad Industrial, de la Energía y del Futuro, en los cortos días de enero se alcanzan catorce grados bajo cero. Las huertas de los alrededores superan los 45 a la sombra, porque la Humanidad, a través de sus logros tecnológicos, ha rebajado el frío y el calor, sin poder evitar, en cambio, que salgan como primera noticia en los telediarios.