Corazón de hierro en la movida

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Puertollano Magazine

Ecoembes

24Febrero 2019
Corazón de hierro en la movida
La música es la mayor de las joyas del sentimiento humano. Lo han dicho los grandes compositores y cualquier instrumentista callejero. Lo dice el sabio y el lego, y lo corroboran los espíritus atormentados de cualquier tarde minera. Los grandes colaboradores bartenders y empresarios han colaborado tanto, que disfrutaron hasta más no poder con el ambientazo del III Winter Festival de Puertollano.
Cuando tomamos el bus de las 13 horas, con Fran conduciéndonos hasta la propia iniciativa de la Central, insigne recuperación de la arqueología industrial y de un monumento que muchos consideraban hace años como la quintaesencia de la restauración, nos imaginábamos que íbamos a tardar menos de una hora en el regreso. Era una mañana limpia y cálida, llena de sol y de calor de invierno clandestino, de esos en los que mis hermanos y yo nos bañábamos, en el rescoldo de una primavera inexistente, para volver envueltos en mantas y con las anginas estallando en nuestras gargantas infantiles.

Recuerdo muchos viajes a los arroyos cercanos, a la Mina de la Petaca, al Puentecillo, a recoger hierbas silvestres y criadillas perfumadas en las antiguas estaciones de la comarca puertollanera. Recuerdo cintas de casete, porque no había radio en el 124 ni en el Renault 6, por lo que nos llevábamos el Lavis, lleno de ceniza por los cigarrillos de mi padre. Eran trayectos cortos que a nosotros nos parecían aventuras eternas. Era cuando al padre de Jesús Caballero, mi “Chini” adorado, lo confundían con mi tío. Los dos eran Monchos y Caballeros, y no provocaban equívocos familiares porque ni mi Loli ni mi tía Angelita podían dudar lo más mínimo de sus esposos.

Al pasar por el antiguo edificio tremendo y sólido de La Central, mientras imaginábamos los pedregales de El Retamar y sus contribuciones a la prehistoria, comentábamos, al ir cantando por los caminos viejos de un pasado remoto, que aquellas eran ruinas insignes que no debían perderse en el rencor del tiempo.

Eran singladuras cotidianas, vueltas hacia el presente por cada condición indisoluble de viajeros pobres, que atábamos las cañas de pescar con la prisa de la ignorancia y que teníamos ganas de socorrer a las horas con aventuras sencillas de niñas y de niños, hermanos y primos deseosos de contar hechos inventados revueltos con verdades.

La Central era un hálito de ensueño y pesadilla, frente por frente con el Terry en el que tantos pecados solitarios cometimos y nos cometieron. Una ruina tan hermosa y persistente que no parecía pertenecer al mismo tiempo oscuro de las minas y la electricidad primera. Eran las propias raíces del deseo de infantes y adolescentes preocupados por descargar sus culpas y sus perdones en las cuestas de tierra humeante de aquellas escombreras inmemoriales. Había tebeos ajados y revistas agrestes deshojadas entre los rescoldos de una brasa carbonera inextinguible, que tanto sirvió a las estanterías invisibles de la masturbación quinceañera. Nadie ha querido comentar que en aquellas laderas cenicientas se escondieron abusos y quejidos, fantasías ardientes y secretos que jamás se podrán compartir con hijas, hijos, nietas, nietos ni amigotes, de mujeres y hombres apenas proyectados y de mucha inquietud y de múltiples miedos.

Y de repente ahora, lejos de la vergüenza o de las muchedumbres, bien resguardados del chantaje del odio, se ha rematado un concierto que parece un oasis, en medio del escombro minero y sus misterios, lleno de Sabina y de Veneno. Los Buyakers están casi entregados a la resurrección de los recuerdos. A hacer verdad las ilusiones ciertas que vienen ya cargadas de futuro. Los toreros no han muerto, pero están a punto de predecir el porvenir del mundo, siempre desde una Central que fue el centro primero de la electricidad que, en bajos y guitarras, se dio cita en una ciudad que tiene el Corazón de Hierro.
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