El año nuevo del Cerdo

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05Febrero 2019
El año nuevo del Cerdo
Benjamín Hernández Caballero
El cerdo, puerco, cochino, chancho o, como se sigue llamando en La Mancha, guarro, es probablemente el animal más sagrado, junto al asno, que existe en el planeta Tierra. Aunque el gato y el perro han compartido la sacralidad universal cuyos ritos se han transmitido a lo largo de las dos mil generaciones de homo sapiens sapiens, los guarros son tan importantes para nuestra cultura y alimentación, que hemos querido ocultarlo de mil maneras. Porque la superstición de cambiar los nombres y despreciar lo más amado, en el intento de confundir a los dioses y los malos espíritus para que no echasen mal de ojo a la más preciada de las bestias domésticas, ha hecho que algunas religiones, confundiéndose entre el tabú sobre la palabra y los rituales de preservación de lo absoluto, le nieguen al ganado porcino la pureza sobre la naturaleza y la cultura.

Que el cerdo es sacratísimo lo indican las prohibiciones de su consumo a nivel literario y religioso. No es que no fuera la principal fuente de proteína cárnica de cualquier pueblo sobre la tierra, es que había que disimular su realeza negándole el aprecio. Pero que desde tiempo inmemorial hemos digerido casi todas las partes de su cuerpo, lo demuestran los restos arqueológicos y la delicadeza de los productos que se obtienen de su sacrificio.

El perro, que ha acompañado a los hombres, las mujeres y sus vástagos desde hace más de cien mil años, brindando calor, protección, alimento y ayuda en la caza, probablemente ya era querido por los neandertales. El gato, que se creía mucho más reciente en su convivencia con la humanidad, resulta que fue enterrado con cariño junto a jóvenes amitos y amitas desde mucho antes que el Neolítico nos enseñara a criar y cultivar a otros seres vivos. Ambos se acercaron a las tribus antiguas por conveniencia, fingiendo ser amistosos, para compartir las sobras, espantar roedores y protegerse mutuamente. Por eso son las únicas y veraces mascotas. Las ovejas, las cabras, las vacas y los pollos llegaron muchísimos milenios después a las hogueras de nuestros antepasados.

Absolutamente todos los cerdos del mundo proceden de dos o tres razas de jabalíes que los dioses o la Madre Naturaleza han distribuido por todos los continentes desde que el hombre es hombre y aprendió a preferir la carne de alta calidad a otras variedades alimenticias que el medioambiente nos brindaba. Sus Scrofa Doméstica es la actual catalogación científica de todos los guarros silvestres de la esfera terrestre. Todos son iguales en su íntima estructura natural y todos se pueden cruzar produciendo crías fértiles. Como perros y lobos siguen apareándose cuando la luna llena les llama al frenesí reproductivo y no hay un cuidador cerca que impida el amor libre.

Los jabalíes y ciertas criaturas mestizas e incomprensibles están retratados en las obras maestras parietales de Altamira, Lascaux y otras covachas ceremoniales de ancestral memoria. Hay modernos estudios que sitúan la domesticación de los jabatos entre los últimos (y larguísimos) cincuenta mil años. Porque, seguramente, los primeros habitantes de nuestra especie que iban sustituyendo al robusto y civilizadísimo antecesor en Europa, se dieron cuenta de la notable robustez, inteligencia y resistencia de los hirsutos excavadores de los bosques del continente.

Lo mismo les sucedería, con toda seguridad, a las demás avanzadas colonizadoras en todo el mundo. También notaron que el apego de los rayones a sus nuevos amos era similar al de cánidos y félidos, a los que se podía amamantar y nutrir hasta que sirvieran, en caso de necesidad, para llenar los estómagos vacíos de unos pueblos sumidos en la hambruna y la miseria persistentes. Sólo mucho tiempo después se percataron de la inmisericordia de estos amigos en épocas de carestía, que eran capaces de comerse a los niños en sus primitivas cunas. De ahí que las urgencias y la descorazonadora realidad, les impulsara a seguir adorando la vida y las carnes de tan tozudos compañeros. Ahora tenían que ser reverenciados como despensa y apartados del cariño universal.

Sin embargo yo recuerdo constantemente a mi tía Dolores, que dejó jornales enteros en el almacén del añorado Miguel Belló para engordar sus guarras de cría. Lola me contó cómo disfrutaba con los lechones gordos, negros o sonrosados, que jugaban con su mandil mientras les echaba de comer. Me comentaba siempre lo que lloró todas las veces que tenían que sacrificar a aquellos animales gloriosos.

Yo también me acuerdo de haber cebado puercos demoledores para esperar al cumpleaños de mi abuela Guillermina, el día de la Purísima, con una matanza que recordaba los dáctilos homéricos y las sagas vikingas en las que los gatos de Brida estaban convidados a compartir las entrañas del sacrificio perpetuo. Jamás pude soportar los chillidos de las cerdas y los cerdos blasfemando, como dice Manuel Vicent, en los atardeceres de aulagas y estufas de carbón o de leña. Pero aún así ayudaba en la infame tarea de sujetar al puerco mientras matarifes y carniceros oficiaban su ceremonia terrible.

Cuando empieza el Año Nuevo Chino, dedicado al Puerco Celestial, reconozco la veracidad de su simbología. Es el que mayor goce sexual experimenta, el que mejor se cría y más recentales nos proporciona, el que tiene hermosos hasta los andares y al que ahora rezamos ante un plato de jamón o de embutido. No hay nada más sabroso y saludable que un pedazo de magro, unas alubias con orejas, morro, pezuñas o careta. Es imposible encontrar tapa mejor que unos torreznos y he vivido en Segovia la inapelable oración del tostón asado. Sea lechazo o morcón, embutido en el botillo o las androllas, hecho caldo en los huesos de su codillo nobilísimo, es para mí el mejor enviado de los hados y al que tenemos que rezar el día del chorizo.

Mis amigos de China merecen hoy este recuerdo editorial en el que les deseo la mayor felicidad y que la compartan conmigo en un plato excelente de cerdo agridulce. Y no hace falta más. Salud y buen provecho.
Foto: Guía Repsol
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