Siempre me siento tentado de echar el sermón de las siete palabras, pero constantemente me parecen muy pocas. Así que tiraremos de verbos y adjetivos para seguir describiendo un tiempo en el que los sentidos me enamoran, el clero me impacienta y la pasión y la fe consiguen que me adhiera a la emoción de los creyentes desde mi respetuoso pero inmarcesible ateísmo.
Porque la Semana Santa es para mí un montón de momentos dichosos, una vuelta a la infancia en la que me dejo llevar por las lágrimas de los costaleros bajo las lluvias primaverales, por la caricia del sol y el olor a incienso, por los pasos que con tanto cariño van portando, en las cervicales o en las ruedas, por el mimo que pone mi madre o mis amigos en darme la ramita de olivo, que significa paz.
La primera luna llena de la primavera marca, como todos los años, la Pascua Judía. Este acontecimiento cósmico era muy relevante para todos. En todas las culturas antiguas se celebró con intensidad. Los judíos no iban a ser menos.
El Hijo Solar, el Siervo que Sufre, el Redentor, es sacrificado para que su sangre riegue la Vida frágil de sus semejantes. Su Santa simiente baja a los infiernos, al Hades, donde recibe el calor del fuego interior de la Madre Tierra, el Agua, Sangre del Cielo, la fecunda, y renace un año más para garantizar la Vida.
En fin, la misma Luna Primera del Año, sigue marcando la fiesta en que se vence la muerte. Hay que firmar la Paz, para que los hombres no se maten y puedan cultivar el alimento, y se hacen platos especiales para que, con el despilfarro, se atraiga la abundancia.
Recuerdo esas mesas repletas de comida, para no tener que hacer nada el viernes y el sábado santo. Bacalao, escabeches, natillas, flanes, arroz con leche, roquillos, magdalenas, pelluelas dulces con caramelo o con leche merengada. Esas enormes ollas de potaje y, sobre todo, las torrijas.
Pero vamos a ser frugales. Nos vendrá bien tanto si por el dogma se sienten obligados al ayuno y la abstinencia, como por la misma salud que se verá aligerada con un poquito de hambre consciente y sensata. Nos lo agradecerá el cuerpo y recibiremos una bendición. Nunca hay que despreciar a quienes te bendicen.
Ojalá que todo salga bien, que seamos felices, que las cofradías puedan lucirse con buen tiempo. Lo deseo de todo corazón. Tengo tantos amigos y tantas amigas esperando a lucir sus hábitos, sus bandas y sus Cristos y Vírgenes, que les deseo el mejor y más clemente de los tiempos. Que llueva cuando acabe la Semana de Pasión.
Porque en lo que siempre creeré es en la magia, en la capacidad del ser humano para asombrarse y asombrarme, para volver a pensar en mis congéneres como una especie que merece un futuro, a pesar de que me decepcione tanto y tantas veces.
Con las guerras tremendas que viven ucranianos, africanos y americanos, yo mismo me hago consciente de mi debilidad y de mi fuerza. De la capacidad transformadora de estos homínidos que nunca han tenido bastante con ser un producto sublime de la evolución para aspirar a algo más que al perdón infinito de la muerte. Tomemos un ramito de olivo a las puertas de los templos. Reflexionemos sobre lo que han hecho los que han dado su vida por los demás sin ansias de poder, petróleo o dinero, como hizo Jesús de Nazaret hace casi dos mil años.
Como si no fuera bastante que los buenos y los malos acaben igualmente sometidos a la devolución de su propio polvo a la ceniza de la eternidad. El verdadero cielo es saber que quienes se quedan aquí cuando partamos, se acuerden de nosotros con benevolencia. El infierno somos capaces de fabricarlo siempre.
Que pasen unos buenos y felices días santos, que disfruten del ayuno, la abstinencia y esa oleada de belleza y fervor que son los Ritos Sagrados y las Procesiones. Paz y bien.