Aunque tras la destrucción del Imperio Romano se perdieron grandemente todas las representaciones mitológicas (condenadas por el Cristianismo) que eran los “verdaderos misterios” de las creencias más acendradas en el pueblo llano, ni los arrianos visigodos ni los paganos resistentes en las montañas íberas, ni la nueva fe intransigente de los islamistas bereberes y norteafricanos que defendieron el Corán como si no tuvieran un pasado, lograron desterrar las costumbres populares de los hispanorromanos, la inmensa mayoría de la población hispánica.
Porque ni obispos, ni sacerdotes, ni sus enemigos de Arrio, ni los Ulemas de los nuevos conquistadores, habían conseguido extinguir las liturgias romanas, los cánticos bizantinos o la mímica celtíbera que seguía subyaciendo desde las épocas más remotas. Adriano en Roma, aun siendo gran emperador y poeta consumado, siguió notando las mofas sobre su acento gaditano – hispalense en los foros de la Ciudad Eterna. Y grandes pensadores como Leandro, Ildefonso, Avicena y Averroes, siguieron siendo los más influyentes en todas las religiones, artes y cultura del mundo antiguo (que seguía siendo el mar Mediterráneo, con añadiduras del Oriente más o menos cercano y los números índicos que los árabes pusieron en marcha para hacernos más complicadas las ecuaciones.
Porque debemos remontarnos a los tiempos gloriosos en que el primer premio de un concurso teatral ganado por (por ejemplo) Sófocles, Eurípides o Esquilo, tenía carácter sagrado para la Comunión Mítica del Mundo Helenístico, seguido de cerca por los latinos y romanos. Porque después y cerca de aquéllos, los comediógrafos como Plauto, Marcial y Terencio, se hicieron grandes a fuerza de conseguir la risa ininterrumpida de plateas hechas de piedra y de granito. En la descripción de aquellos espectáculos había coros, orquestas, ballets, mimos y músicos que acompañaban los poemas de aquellos a quienes ahora mismo consideramos enormes representantes del genio indiscutible de la Humanidad.
El teatro griego y romano, que es el que mejor conocemos porque fueron los vencedores de las culturas cercanas a las que dieron caza y muerte, era, ni más ni menos, una ópera. Había canciones, pantomimas, coros y recitativos de una poesía que sigue siendo hermosa después del tiempo. Incluso Safo de Mitilene, la más grande creadora de versos que haya producido el planeta Tierra, era una consumada intérprete de lira, arpa o algún otro instrumento que identificamos malamente porque son dos mil quinientos años o más los que nos faltan para asomarnos a aquellas realidades.
Durante más de veinte siglos, hemos encontrado documentos que insinúan la clase de canciones, coplas o entonaciones que fueron haciendo, primero con los mitos, luego con los dioses, más tarde con los santos y la Historia Sagrada, que no podemos entender de ninguna manera. El Cardenal Cisneros se lamentó en cartas que han llegado a nuestro conocimiento por sentirse incapaz de trasladar la riqueza de los ritos mozárabes, llorando porque se habían perdido, seguramente, para siempre. Pero ya estamos hablando de los siglos XV y XVI, que es como decir ayer.
De aquellos mismos anales nos ha llegado, ya inteligible, el “Misteri D’Elx” (El Misterio de Elche), Patrimonio Cultural de la Humanidad que podemos disfrutar gracias a la labor de un pueblo. Siguen siendo las vecinas y vecinos los encargados de cantarlo y transmitirlo hacia la eternidad. Hablamos de más o menos 1500 AD. Apenas 70 años después, Monteverdi y sus compatriotas nos regalaron las primeras óperas. Según marca la Historia.
Pero en todos los países Europeos, qué decir de España y sus reinos peninsulares, se seguían representando los mismos autos, misterios, cuentos de pastores y leyendas en música que se transformaron, con el tiempo, en la Zarzuela. Insisto en que este nombre vino del recinto palaciego real español donde el nacionalismo primigenio preservó los estilos patrióticos para que no se contaminasen con italianismos, germanismos o nuevas ideas contrarias al conservadurismo de las familias regias.
Ni que decir tiene que nobles y potentados siguieron disfrutando (y promocionando) las representaciones operísticas. En España y sus
últimos territorios coloniales, Manuel García fue uno de los más inconmensurables profesionales de la Lírica. Sus hijas siguen siendo recordadas como las míticas Malibrán y Pauline Viardot. Su vástago varón, Manuel Patricio, inventó el laringoscopio, que tantas enfermedades de garganta ha descrito, diagnosticado y sanado en los últimos casi doscientos años. Esta familia portentosa, predilecta de Rossini, Wagner y los románticos, llevaba por el mundo de entonces y sus teatros el arte de la ópera y el de la zarzuela, muchas veces confusamente ricos en cuanto a diversidad.
Es muy fácil preferir la música en inglés o francés, que suena siempre bien aunque si nos paramos a traducir las letras no sean más sustanciales que “Pepa Banderas”. Nos sigue gustando, quizás ahora menos, cualquier balada italiana de las que Mina, Patty Pravo o Gigliola nos regalan desde vinilos ya añejos. Pero no nos podemos olvidar de los pasodobles, los intermedios musicales de “Luis Alonso” y las notas de “Luisa Fernanda”, patrimonio singular de unas épocas en las que (apenas sin radio y sin gramófonos), las clases populares se aprendían de oído y cantaban por las calles. Lo mismo había pasado con “Las Bodas de Fígaro” y “La Flauta Mágica” en la Viena analfabeta de siglos semejantes.
En la autarquía del franquismo, mientras los diletantes de la “Gauche Daurade” y los dandis de la burguesía que tan bien ha descrito Manuel Vicent se resistían a defender coplas y zarzuelas, pasaban la frontera de Biarritz para irse a las puestas en escena de “Doña Francisquita” y “Bohemios”, obras maestras de Amadeu Vives, compositor catalán que adoraba a su patria chica y a Madrid con una música a la que ni el más cruel avatar del tiempo podrá despojar de su grandeza.