Hace muchísimos años, no sé precisar cuándo, tal vez fuese en la época remota de la adolescencia o en algún momento parecido, alguien me preguntó qué prefería, si la ópera o la zarzuela. En aquellos entonces, permítaseme el vulgarismo, no supe contestar. Me parecía que comparar el eximio genio de Verdi, Wagner o Puccini, por no hablar de Rossini o Bizet, era como un agravio comparativo. Yo soy idólatra, adorador, mitómano o fanático de la lírica europea desde que mi amigo y mentor Álvaro Sánchez Giménez me obligó a escuchar Traviata en un magnífico equipo Pioneer mezclado con Philips en su casa. Sólo cuando el mismo tocadiscos esplendoroso me ofreció a Doña Francisquita en las voces genuinas de la Caballé y Alfredo Kraus, fui capaz de contestar lo mismo que digo ahora. En efecto, no se puede comparar una escuela con otra salvo porque los intérpretes más impecables hayan sido cantar ambas partes. Después tuve la suerte de sentir la opereta, el singspiel, el musical y las revistas orquestales para disfrutar de todos los ambientes con igual placer.
La primera ópera del mundo, según muchos críticos que sufren, a su vez, las reclamaciones de opiniones contradictorias, fue “L’Orfeo” de Monteverdi. Pero ahora se sabe que quizás hubo otras anteriores y que en los alrededores de un pabellón de caza de los Austrias Menores, el palacio que ahora ocupan los reyes de España, en aquellos mismos años se representaron pastorales y tonadillas escénicas que recibieron el nombre de la mansión en cuyo entorno se hicieron las funciones. Por lo tanto y en vista de la calidad de aquellos entretenimientos, además de su parecido y exigencias vocales, sabemos hoy que se pueden comparar, al menos al principio.
La primera zarzuela bien puede ser de Lope o Calderón, aunque hay muchos otros autores que, además de ser músicos, hicieron partícipes de canciones y bailes sus obras teatrales. Las últimas se pierden en los terrenos pantanosos del franquismo, llenas de asuntos folclóricos y lenguajes arcaicos, entre las que todavía se aprecia la genialidad de algunos autores.
Pero hablar más de estas cosas puede hacernos perder el único objetivo de esta dedicatoria a las lectoras y lectores de Puertollano Magazine. Porque lo que celebramos en esta portada es, precisamente, la vocación de hacer de la Zarzuela un enclave cultural en medio de La Mancha. La Solana y sus alrededores, con el maravilloso testamento de Jacinto Guerrero, que se fue a vivir al pueblo de santa Catalina para sentir de cerca las recias costumbres de baile y canto que se daban en el terruño.
Basada muy libremente en “El Perro del Hortelano” de Lope de Vega, posiblemente también zarzuela en su momento, Federico Romero y Guillermo Fernández-Shaw resistieron los ataques furibundos del maestro y sus exigencias puccinianas para retratar costumbres y tradiciones inmejorables. Seguidillas rápidas y lentas, jotas y fandangos, tonadas y tonadillas, jerigonzas y chistes orquestales, se entremezclan en un hondo homenaje a la sal de esta tierra. Si buenas son las entradas orquestales, mejores nos sorprenden las romanzas del “Sembrador” de Juan Pedro, comparable a los mejores himnos nacionalistas tardíos de los años veinte y treinta, o el “No me duele que se vaya”, en la mejor tradición europea que confía al oboe la melancolía del Ama Sagrario. Pero no hay ningún “número” feo en toda la composición. Pedro Almodóvar le hizo un homenaje en la oscarizada “Volver”, con las espigadoras en la primera escena del camposanto.
Gracias a la Diputación y a un pueblo volcado con esta herencia atronadora, seguimos disfrutando de que los pastorcillos conversen con las estrellas y que el “crocus”, el mejor aliño de cualquier plato que necesite aroma y color dorados, se trastornen con que el médico le diga a “Carracuca” que no tome “ná” caliente.