Si algo me gusta en el mundo, es disfrazarme, pública, ostentosa y estentóreamente. Cuanto más cochambroso es el disfraz, conforme se va degradando más el aspecto externo, más se purifica el interno. Pero esto no es una cosa gratuita. Cuando uno se traviste, puede ir en busca de dos cosas: la transformación elegante, kitsch, hortera, aunque lujosa, tipo “drag queen”, travelo del lumpen, o buscar la sonrisa, la risa franca y la carcajada desternillante, tipo mariconsón o pendón desorejado.
A mí me gusta el disfraz por sí mismo. En el alegre cortejo fúnebre de Doña Sardina, destacaron, como siempre, Aldabón y el Centro de Mayores I. Echamos de menos a Benito y a Toñi y al Centro II, que se ha quedado este año en casa, aunque luego les he visto disfrazados por libre, callejeando, lo que más me gusta en el mundo.
Jesús Caballero se ha salido con la suya y ha llenado de máscaras el fin de semana, atrayendo a muchos chicos y chicas jóvenes que se han unido al Entierro Cachondo. No es que fuera el de otra época, pero ha habido más máscaras que los últimos años. Mientras sentíamos el virus veneciano, los terciopelos, brocados y rasos de seda negros, rojos y blancos, ha habido al menos dos sardinas que enterrar y sus correspondientes participantes: monaguillo, acólito, novicia, monja, cura, imam, monje budista, fraile putón, obispo, cardenal y papa. Viudos y viudas y gente con muchas ganas de divertirse.